
Por Atenea del Mar
Cuando nos amamos a nosotros mismos no se contempla la opción de sentirse como una mierda, la única opción posible es la aceptación plena de todos los sucesos y continuar el camino siempre hacia una mejor versión de cada uno de nosotros.
Primero hay que tomar conciencia de que la construcción de la autoestima es un trabajo que no acaba nunca. Cuando empiezas a recorrer el camino de la construcción de la autoestima te das cuenta de que dura toda la vida, es un camino que te acompaña siempre, que nunca se acaba. Al principio parece escabroso, empinado, difícil; estrecho y largo. Pero con el tiempo se transforma en un camino llano, ancho, hermoso, rodeado de acontecimientos y circunstancias mágicas.
Es un camino de belleza y experiencias cumbre, un camino que es la vida misma, el juego de la vida y que podrás transitar por puro placer desde el fluir y el agradecimiento. Un camino que termina el día que te mueres…
O no… ¿Quién sabe?
Estoy convencida de que somos eternos; pero desconozco si el ego nos acompaña al otro lado, aunque quiero pensar que no.
Una vez nos disponemos a recorrer ese camino el eje central de la autoestima es la aceptación.
Me acepto tal y como soy, acepto mi dualidad, acepto que en mí hay una parte de luz y una parte de sombra, porque esta es la naturaleza de los seres humanos, la dualidad es intrínseca a la condición humana, y debo aceptar que eso también forma parte de mí. La ira, la envidia, la rabia, el resentimiento, la frustración, la impotencia, la tristeza, la pena, la inseguridad y todos los demás derivados del miedo son emociones humanas que existen en mí y en todos nosotros, de modo que las acepto como parte de mi naturaleza.
«La curiosa paradoja es que cuando me acepto tal cual soy, entonces puedo cambiar»
Carl Rogers
Yo veo en mi consulta a personas con la autoestima destrozada que están locos por cambiar, que quieren mejorar a toda costa y se dedican a preguntarle a todo el mundo qué es lo que pueden cambiar o mejorar.
Es absurdo, pero se están sometiendo a juicios y proyecciones ajenas, y desde esa falta de amor hacia sí mismos no van a encontrar ninguna respuesta.
Primero acéptate tal cual eres, deja de intentar cambiar, deja de intentar agradar a los demás, limítate a ser tú. ¡Sé tú!

Acepta que en ti hay luces y sombras, o lo que vulgarmente se conoce como virtudes y defectos; no pasa nada, es algo inherente a la condición humana. En todos nosotros hay una parte de sombra y uno de nuestros problemas es que juzgamos esas sombras como malas y las reprimimos.
Las escondemos, las guardamos a cal y canto, no queremos que nadie vea que eso existe en nosotros; pero, paradójicamente, cuando intentamos ser «buenos» y reprimimos nuestra sombra, esta nos come por dentro y sale a borbotones, continua tomando el control de nuestras vidas cuando nos emborrachamos, cuando llegamos a casa y estamos con la gente con la que tenemos confianza o cuando perdemos el control de nuestros actos.
Pretender que eso no está y no mirarlo solo lo alimenta. Aceptar que tengo un lado oscuro es el primer paso para integrarlo; integrarlo implica mirarlo, asumir que también forma parte de mí y dejarlo salir poquito a poco, aceptar su presencia y aceptar que no es malo en sí mismo, que eso está en mí y que a veces, cuando me pongo rabiosa, exigente o iracunda con alguien es mi sombra la que está actuando.
No encierres a Mr. Hide en una jaula ya que cuando sale de ella es un loco. Que el Dr. Jeckyl y Mr. Hide vayan de la mano, de modo que a Mr. Hide no le quede más remedio que animar al Dr. Jeckyl a que brille. Haz que se conviertan en un equipo.
No reprimas tu sombra, si la reprimes la alimentas; obsérvala, observa qué situaciones la desatan y pregúntate a qué tienes miedo. Siempre que la sombra sale a flote es porque el miedo está presente. Dejarla salir es una manera de darle luz.
Cuando identificamos que la sombra ha salido y que es la que nos ha movido a actuar así, podemos arrepentirnos brevemente y tratar de identificar el por qué, de modo que cada vez vaya teniendo más luz al reconocerla como parte de mí y de ese modo ir trascendiéndolo.
Pero lo que nunca, nunca haré es sentirme culpable. El que se instala en la culpa es el ego.
La culpa nos lastra, nos merma, nos encoje y nos hace polvo. La culpa no nos sirve para nada y nos impide crecer.
Todos tenemos un gran enemigo interno que es el que sabotea nuestros intentos de ser felices: el ego. La culpa es una gran aliada del ego.
Nos hemos convertido en egos con patas, y tenemos mucho miedo. Nos hemos olvidado de las reglas del juego y hemos sufrido sin parar.
Un día, comencé a recordar esas reglas y a darme cuenta de que no era la única que las estaba recordando.
De hecho, cuando yo comencé a recordar había cientos de libros y películas que daban pistas del juego. Una de ellas es Matrix. Me gusta equiparar este mundo con Matrix porque este mundo tampoco es real, mi ego no es real, Atenea no es real… y lo único real es Dios, que es mi esencia y la de todos.
Entonces comprendí que no era suficiente con que yo despertase y recordase las reglas del juego, que como todos estábamos interconectados y la separación solo era una ilusión del ego, era necesario un despertar colectivo para que pudiéramos anular la ilusión y regresar a la fuente; todos juntos. O todos o ninguno.
Empecé a comprender las palabras de Jesús, a eso se refería cuando hablaba de juicio final. Para mí la iglesia católica solo había entendido una parte del mensaje y había tergiversado otra. El juicio final es el fin de los juicios, el fin de la percepción errónea, el fin de la ilusión, consiste en dejar de percibir este mundo como real.
No obstante existía un plan de Dios para la salvación y en ese plan estaban incluidas todas las piezas, un plan de Dios para anular la ilusión, sanar nuestras mentes y llevarnos de vuelta a casa.
Existía un emisario: «el espíritu santo», que podía penetrar en nuestras mentes y restablecer su cordura, deshacer el ego demente de forma paulatina.
Él nos podía ayudar a reconectarnos con nuestra esencia divina y a utilizar nuestros egos-personajes al servicio de Dios y de su plan para volver a casa.
Comprendí que era necesario que fuéramos libres, que eligiéramos libremente escuchar la voz de Dios en lugar de escuchar la voz del ego.
Para ello debíamos decidir conscientemente dejar de tratar de solucionar las cosas por nuestra cuenta, asumir que no teníamos ni puñetera idea de cómo sanar este mundo y alinearnos con la voz del espíritu santo para dejar que Dios actuase a través de nosotros, ya que Dios no intervenía directamente, sino a través nuestro, y cuantos más de nosotros estuviésemos alineados con el espíritu, o lo que es lo mismo, desempeñando nuestra función, antes volveríamos a casa después de haber trascendido nuestro ego y nuestros respectivos personajes.
¡¡GUAU!! Entonces recordé que esto también lo había hecho intuitivamente: cuando decidí dejar mi trabajo en una multinacional farmacéutica hice una invocación y dije: «Me pongo en manos del universo para que haga conmigo lo que quiera». Traducido a otras palabras lo que dije fue: «Elijo la voz de Dios, la voz del espíritu santo para que actúe a través de mí».
A las dos horas de esta invocación me despidieron.
Después mi vida ha ido dando vaivenes porque en muchas ocasiones seguía
escuchando la voz del ego y tratando de solucionar las cosas por mi cuenta, pero ya había encontrado mi camino, mi misión: despertar la conciencia.
Hablar de «ayudar a los demás» no me gusta tanto, porque en ocasiones cuando los estamos ayudando no los estamos empoderando.
Yo me siento llamada a recordarles quiénes son realmente: ese ser invulnerable e infinitamente poderoso que puede decidir crear desde su esencia divina en lugar de creerse las fabricaciones de su ego y seguir perpetuando esta ilusión.
Una vez que lo recuerdan y se empoderan dejan de necesitar ayuda. Solo el ego necesita ayuda, el ser es omnipoderoso, infinito y omnisciente, el ser es Dios.

Y comencé a comprender también que el dolor, los desengaños la melancolía no existen para molestarnos, para sumirnos en un abismo de desasosiego e inutilidad, si no para poner a prueba nuestro temple y madurar nuestro ser.
—Hermann Hesse

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