Por Timothy Keller

Después, pasados tres años, subí a Jerusalén para ver a Pedro, y permanecí con él quince días; pero no vi a ningún otro de los apóstoles, sino a Jacobo el hermano del Señor.
Gálatas 1:18-19
A pesar de la tradicional afirmación de la Iglesia Católica Romana, María no fue virgen perpetuamente (Mateo 1.25). Tras dar a luz a Jesús siendo virgen, tuvo una relación sexual normal con José que hizo que diera a luz al menos a seis hijos más. Lucas 2.7 da a entender que María tuvo otros hijos al llamar a Jesús su primogénito; Mateo 13.55–56 y Marcos 6.3 incluso enumeran los nombres de los hermanos de Jesús: Jacobo, José, Simón y Judas.
Estos pasajes también destacan que Jesús tuvo varias hermanas, aunque no se dan sus nombres. Las familias judías del primer siglo normalmente eran muy grandes, y la familia de José y María no fue la excepción. Aunque Jesús es el Hijo unigénito de Dios (Juan 3.16), no fue el único hijo de María.
En casa de José y María vivieron siete o más hijos, cinco varones (incluyendo a Jesús) y al menos dos mujeres.
Jesús, por supuesto, no era hijo biológico de José. Por tanto, sus hermanos técnicamente eran hermanastros y hermanastras.
Pero claramente, como vivió con la familia como hijo terrenal de María y José (Mateo 13.55; Lucas 2.48), y como hermano mayor de sus hermanos, era uno de ellos. Fue en ese contexto en el que nuestro Señor se desarrolló de niño a adulto. Cerca de treinta años, trabajó humildemente como el hijo de un carpintero en la pequeña aldea de Nazaret junto a sus hermanos y hermanas.
CRECER CON JESÚS
Por tanto, ¿cómo sería crecer en la misma casa que el Hijo de Dios?
A lo largo de los siglos, esta pregunta ha provocado innumerables leyendas y relatos apócrifos acerca de la infancia de Jesús. Abundan las historias míticas sobre cómo siendo niño purificó el agua milagrosamente, hizo que pájaros de arcilla cobraran vida, resucitó a un compañero de juegos que murió, sanó un pie con un corte provocado por una madera, reunió cien celemines de trigo de un solo grano, alargó una tabla de madera para usarla en la carpintería de José, resucitó a uno de sus maestros de la muerte y sanó a Jacobo de la mordedura de una serpiente venenosa. En un relato, unos leones y leopardos adoraron al joven Jesús; en otro, Él ordenó que un árbol inclinara sus ramas para que fuera más fácil recoger sus frutos. Según estas leyendas (y otras supersticiones estrafalarias), Jesús usaba normalmente los milagros para que la vida en la baja y pedestre Nazaret fuera más emocionante.
Pero no es así como retrata la Biblia la infancia de nuestro Señor. El crecimiento de Jesús aparentemente fue similar al de cualquier otro niño. Lucas 2.40 resume su desarrollo físico y mental con estas palabras: «Y el niño crecía y se fortalecía, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios era sobre él». Con cada año que pasaba, su cuerpo y su mente seguían desarrollándose, de tal modo que cada vez era más capaz de entender y hacer más. De hecho, se desarrolló como lo hace cualquier otro niño.
Según Hebreos 5.8, Jesús «por lo que padeció aprendió la obediencia», y Hebreos 4.15 explica que «fue tentado en todo [durante su vida] según nuestra semejanza, pero sin pecado». Incluso de niño, sufrió las continuas tentaciones que viven los niños en un mundo caído, lo que el apóstol Juan llamó «los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida» (1 Juan 2.16).
Según crecía en «cada momento», llegaban también las tentaciones más propias de cada edad y relacionadas con su proceso de madurez.
La diferencia entre Jesús y otros no estaba en el desarrollo normal y sus tentaciones. Él las tuvo como cualquier otra persona (convirtiéndole en un Sumo Sacerdote compasivo y fiel que ha sido tentado con todos los sentimientos de nuestras debilidades); la diferencia estaba en que Él nunca pecó.
A diferencia de cualquier otra persona que haya vivido o vivirá jamás, Él nunca tuvo una mala actitud, nunca desobedeció a sus padres, nunca se quejó por la comida, nunca peleó con sus hermanos, nunca mintió, nunca entretuvo un mal pensamiento, nunca murmuró sobre un amigo ni calumnió a sus enemigos, y nunca desperdició un momento de su tiempo.
Y eso le ocurrió en cada situación y forma de tentación toda su vida. Ocurrió que justamente a través de esas tentaciones sobre las que siempre triunfó, aprendió por experiencia propia lo que era obedecer a su Padre celestial en todo durante todo el tiempo.
Ciertamente, esta santa perfección absoluta le hizo ser tanto el favorito de sus padres como la envidia de sus hermanos. El hecho de que incluso la perfección en toda su vida no persuadiera a sus hermanos de que era el Mesías (cp. Juan 7.5), es evidencia de que ellos no solo le envidiaban, sino que también tenían resentimiento con Él.
El único detalle histórico que tenemos de la infancia de Jesús lo encontramos en Lucas 2.40–52, donde se describe su visita al templo a la edad de doce años.
Como cada año, María y José fueron a Jerusalén a celebrar la Pascua, llevando a Jesús y probablemente a toda su familia con ellos. Viajaban en grandes caravanas con otros peregrinos de Nazaret y Galilea, emprendiendo un viaje de cuatro días al sureste alrededor de Samaria y al oeste de Jerusalén desde Jericó.
Al término de la celebración de la Pascua, José y María se unieron a la caravana y emprendieron su viaje de regreso a Nazaret.
Al no haber tenido razón para poner en duda la fiabilidad y responsabilidad de Jesús, simplemente supusieron que estaría en algún lugar entre la multitud de los que viajaban, quizá caminando más adelante con amigos o familiares.
Como Jesús era el niño del que nunca había que preocuparse, había transcurrido ya un día de camino cuando se dieron cuenta que faltaba.
María y José pronto descubrieron que se había quedado en Jerusalén. Lucas lo cuenta de este modo:
Pero como no le hallaron, volvieron a Jerusalén buscándole. Y aconteció que tres días después le hallaron en el templo, sentado en medio de los doctores de la ley, oyéndoles y preguntándoles. Y todos los que le oían, se maravillaban de su inteligencia y de sus respuestas.
Cuando le vieron, se sorprendieron; y le dijo su madre: Hijo, ¿por qué nos has hecho así? He aquí, tu padre y yo te hemos buscado con angustia. Entonces él les dijo: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar? Mas ellos no entendieron las palabras que les habló. (Lucas 2.45–50)
Como demuestra esta dramática escena, cuando Jesús tenía doce años había entendido totalmente quién era exactamente y por qué Dios le había enviado del cielo a la tierra.
Su respuesta a María y José, sin ninguna intención de mostrar falta de respeto hacia ellos, fue más bien una profunda declaración de que conocía su identidad y su misión.
Al llamar al grande y sagrado templo de Dios la casa de su Padre, Jesús se identificaba como el Hijo de Dios.
Esa fue una afirmación impactante que los judíos vieron como una blasfemia (cp. Juan 5.18). Pero sus padres sabían que era la verdad. Aunque no ocurrió nada sobrenatural en ese intercambio, fue tan profundamente divino como un gran milagro.
Pero incluso después de esa monumental declaración, Jesús regresó sumisamente con María y José a la familia, para vivir allí otros dieciocho años.
Según Lucas 2.51, siguió sometido a ellos, y a ojos de sus amigos y familiares retomó su vida normal. La naturalidad de la infancia de Jesús y sus primeros años de adulto se confirma con el hecho de que, cuando comenzó su ministerio público, sus anteriores vecinos de Nazaret no creían que fuera el Mesías o el Hijo de Dios.
Su familiaridad con Él produjo menosprecio en sus corazones. «¿No es este el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María, y sus hermanos, Jacobo, José, Simón y Judas? ¿No están todas sus hermanas con nosotros? ¿De dónde, pues, tiene éste todas estas cosas?» (Mateo 13.55–56).
Como siempre supusieron que era un hombre como los demás, aunque fuera más justo, no quisieron creer que era, en verdad, el redentor de Israel y del mundo.
Los hermanos de Jesús estaban tan afianzados en su incredulidad, que al ver su ministerio dijeron que la explicación de sus extrañas afirmaciones era que estaba «fuera de sí» (Marcos 3.21; cp. Juan 7.5). Su incredulidad era inexcusable, y demostraba la veracidad de la declaración de Jesús de que «No hay profeta sin honra sino en su propia tierra, y entre sus parientes, y en su casa» (Marcos 6.4).
Pero por otro lado, su escepticismo daba testimonio de la verdadera humanidad de Jesús. Claramente, Él no había realizado ningún milagro para ellos mientras crecía.
Su obra con milagros no comenzó hasta el comienzo de su ministerio público, razón por la que Juan 2.11 dice de manera enfática que la conversión del agua en vino fue «el principio de señales» que hizo Jesús.
En medio de todo eso, la vida perfecta del Señor resaltaba como verdadera y misteriosamente extraordinaria, en claro contraste con la conducta de Jacobo, José, Simón, Judas y sus hermanas.
El que ese gráfico testimonio no convenciera sus corazones ni les hiciera ver la verdadera identidad de Él evidencia que «la familiaridad produce menosprecio» y la perfección genera rechazo. Increíblemente, la gloria de Dios en Jesús produjo celos en sus mentes; actitudes que se convirtieron en mofa y menosprecio cuando Jesús comenzó su ministerio público.
A lo largo de la historia, muchos hermanos menores han tenido resentimiento por las grandes expectativas creadas por sus hermanos mayores.
¡Pero imagine un hermano mayor perfecto que nunca pecó! Para los hermanos menores de Jesús, sus propias deficiencias pecaminosas se pronunciaban aun más en comparación con Él.
Como todos los demás niños, eran desobedientes y se metían en problemas (y como resultado recibían disciplina), pero Jesús nunca se portó mal; y es probable que oyeran de sus padres, especialmente de María, cómo debían seguir el ejemplo de su hermano mayor.
Había muchas oportunidades para que las semillas del resentimiento y la envidia fueran plantadas en sus corazones.
Las dos veces que se nombra a los hermanos de Jesús en los evangelios, se menciona a Jacobo en primer lugar, lo cual sugiere que era el mayor, probablemente uno o dos años más joven que Jesús. Como el segundo en nacer, Jacobo había vivido y sentido las diferencias entre él mismo y Jesús durante más tiempo que sus otros hermanos.
Cuando Jesús se fue de Nazaret y comenzó su ministerio público, Jacobo se convirtió en el líder de la familia. (Es probable, ya que nunca se le menciona, que José hubiera muerto en ese entonces.
En la cruz, por ejemplo, María claramente era viuda: cp. Juan 19.26–27.) De ser así, Jacobo habría sido el portavoz de los hermanos de Jesús, el más activo en proclamar una actitud de crítica e incredulidad (cp. Juan 7.3–5).








