Crónicas Bíblicas: Jacob el Hermano de Jesús Parte 3 y Ultima.

Por Timothy Keller

CRONICAS BÍBLICAS

ESCRITOR DE LA BIBLIA

Aunque hay varios hombres llamados Jacobo [o Santiago] en el Nuevo Testamento, solo dos fueron lo suficientemente prominentes como para considerarles autores de una carta con tanta autoridad como la Epístola de Santiago. La primera posibilidad, Santiago el hijo de Zebedeo y hermano de Juan, era el conocido discípulo y apóstol de Jesús. Sin embargo, como murió a manos de Herodes Agripa I antes de que se escribiera esta epístola (cp. Hechos 12.2), no puede ser el autor.

Esto nos lleva a pensar que Jacobo, el hermano de Jesús y líder de la iglesia en Jerusalén, sea el único candidato posible para la autoría, y el peso de la evidencia respalda esta conclusión. Su relación con Jesús y la iglesia en Jerusalén sitúa a Santiago en una posición única de autoridad espiritual, haciéndole encajar como autor de este libro canónico.

Además, existe una cantidad de paralelismos lingüísticos únicos entre el discurso de Jacobo en Hechos 15 y el contenido de la epístola, que los liga fuertemente a los dos. Y la evidencia de los líderes cristianos en la historia de la iglesia primitiva confirma que creían que Santiago, el hermano de Jesús, es el autor.

La epístola se escribió a los creyentes judíos que habían huido de Jerusalén, probablemente en respuesta a la persecución instigada por Herodes alrededor del año 44 A.D. La carta no menciona los eventos de Hechos 15 ni el Concilio de Jerusalén, lo cual sugiere que se escribió antes del 49 A.D. Así, Santiago probablemente escribió esta carta de mitad a finales de la década del año cuarenta, haciéndola con ello el primer libro del Nuevo 

Testamento en escribirse, con Gálatas como segundo (a comienzos de la década del año 50).

Incluso una lectura rápida de la Epístola de Santiago evidencia su fuerte énfasis en la aplicación: una característica que refleja el corazón pastoral de su autor. Es más, de esta carta podemos discernir al menos cinco rasgos de carácter notables sobre Santiago mismo.

En primer lugar, Santiago era un hombre de verdadera humildad. Esto es evidente porque, aunque era el hijo de María, hermanastro de Jesús, y el líder de la iglesia en Jerusalén, comenzó su carta describiéndose a sí mismo simplemente como «siervo [literalmente esclavo] de Dios y del Señor Jesucristo» (Santiago 1.1).

No mencionó sus relaciones familiares ni su prominente posición en Jerusalén. Al contrario, enfatizó que era esclavo de Dios y del Señor Jesús. Qué sorprendente testimonio, ¡especialmente como hermano menor! En el Antiguo Testamento, el término esclavo de Dios se consideraba un título de honor y un privilegio.

Hombres tan destacados como Abraham, Moisés, Josué, David y Elías, recibieron este nombre, indicando su consagrada devoción y servicio sacrificial al Señor. Al asumir este título, Santiago se identificaba a sí mismo con aquellos cuyo valor y honor no procedían de ellos, sino de aquel a quien se sometían.

En segundo lugar, Santiago era un hombre justo. De hecho, se le conoce en la historia de la iglesia como «Santiago el justo».

De forma apropiada, el tema de la vida justa invade toda su epístola. En solo cinco capítulos intercala cincuenta imperativos, mandando repetidamente a los lectores que reciban una vida de obediencia sumisa a Dios y a su Palabra.

Su carta subraya la aplicación de la verdad, enfatizando el fruto espiritual que debería caracterizar la vida de todo verdadero creyente. Como pastor, Santiago había visto los devastadores efectos del orgullo, la ira, el egoísmo, el favoritismo, el materialismo y la división en la iglesia. Escribió para advertir a sus lectores que evitaran esas trampas cargadas de pecado.

En tercer lugar, Santiago era un pastor amoroso. Aparece como un hombre de gran compasión y solidaridad, especialmente con los pobres y desamparados.

No mostró tolerancia con el favoritismo en la iglesia, sino que procuró la unidad en el cuerpo de Cristo. La iglesia, escribió, debiera ser un lugar de convivencia de ricos y pobres, en la que las necesidades de cada uno son suplidas y la comunicación está caracterizada por la sabiduría celestial. Debe haber unidad, al someterse los creyentes a sus ancianos y orar fielmente unos por otros. Veía la iglesia como un grupo de personas que debieran amarse humildemente unos a otros. Incluso se refirió a ellos como sus «amados».

En cuarto lugar, Santiago era un hombre de la Palabra y de oración (cp. Hechos 6.4). Su maestría con las Escrituras se ve en el hecho de que su breve epístola contiene cuatro citas directas del Antiguo Testamento y más de cuarenta alusiones al mismo.

También incluye varios paralelismos con el Sermón del Monte, haciéndose así eco de las enseñanzas de Jesús.

Exhortó a sus lectores a escuchar y obedecer la Palabra, y a no ser oidores olvidadizos. Su compromiso con la oración se enfatiza tanto al comienzo como al final de su carta.

En el capítulo 1, enseña a sus oyentes a pedirle a Dios sabiduría en medio de las pruebas. En el capítulo 5, una vez más en el contexto de la enfermedad y las pruebas, les exhorta a orar como lo hizo Elías, con la confianza de que «la oración eficaz del justo puede mucho» (Santiago 5.16).

Algunos relatos antiguos informan que Santiago mismo oraba tanto, ¡que sus rodillas se volvieron callosas como las de los camellos!

En quinto lugar, Santiago era teólogo. En su única carta, proporcionó una teología del sufrimiento, una teología del pecado favoritismo, el materialismo y la división en la iglesia. Escribió para advertir a sus lectores que evitaran esas trampas cargadas de pecado.

 y la tentación, una teología de la caída, una teología del mundo demoniaco, una teología de la ley y la fe, una teología de la iglesia y una teología de Dios y Cristo. Presentó a Cristo como la fuente de sabiduría, aquel ante quien todos los hombres y las mujeres se humillan, aquel que controla la historia y el destino humano, el Rey venidero y el gran Médico.

Además enfatizó que Dios es un Dios, el Creador del mundo, la fuente de justicia, el objeto de la adoración, la guía a la verdadera sabiduría, el rey soberano, el enemigo del pecado y la mundanalidad, el líder de los ejércitos celestiales, el juez de todo y el compasivo receptor de aquellos que se arrepienten.

Aunque solo tiene cinco capítulos, la carta contiene tanto verdades profundas como aplicación personal. Su tono es personal y a la vez pastoral, como esperaríamos de su autor. Santiago era un hombre que practicaba lo que predicaba y que guió con amor a esa generación inicial de creyentes en Jerusalén a hacer lo mismo.

¿SANTIAGO CONTRA PABLO?

Deberíamos terminar la historia de Santiago en este punto, pero no podemos. ¿Por qué? Porque la Epístola de Santiago ha sufrido innecesarios y a la vez fuertes ataques de la crítica durante los años.

Aunque Santiago, junto a Pedro y los otros apóstoles, afirmó claramente en el Concilio de Jerusalén el evangelio de gracia que predicaban Pablo y Bernabé, algunos escépticos han sugerido que, en realidad, Santiago y Pablo estaban en desacuerdo en su teología del evangelio.

La controversia se centra en el tema de la fe. Pablo, en Romanos 3.28, explicó que «el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley».

Reiteró esta misma verdad en Efesios 2 y Tito 3. Pero en Santiago 2.24, Santiago termina diciendo que «el hombre es justificado por las obras, y no solamente por la fe».

A primera vista, parece que Pablo y Santiago están enseñando verdades opuestas. Entonces, ¿cómo deben entender los creyentes esta aparente contradicción?

La tensión se alivia de inmediato cuando nos damos cuenta de que Pablo estaba discutiendo la esencia raíz de la justificación (en cuanto a la posición del creyente ante Dios), mientras que Santiago estaba hablando de la evidencia resultados de la justificación (en la vida del creyente después de la conversión).

Por un lado, los pecadores son salvos por gracia mediante la fe en Cristo solamente.

Ese era el punto de Pablo, y Santiago estaba de acuerdo con él (cp. Santiago 1.17–18). De hecho, ese fue el asunto que se resolvió en el Concilio de Jerusalén en Hechos 15. Por otro lado, quienes son verdaderamente salvos demostrarán en sus vidas frutos del arrepentimiento; si sus vidas no tienen fruto, su profesión de fe es falsa.

Ese era el punto de Santiago y Pablo coincidió con eso (véase Romanos 6.1, 15). Pablo y Santiago estaban perfectamente de acuerdo el uno con el otro, tan solo estaban enfatizando dos lados de la misma realidad: fe y su fruto. Como explicó Pablo en Efesios 2.8–10:

Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe. Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas.

Al enfatizar tanto la f e como los frutos del arrepentimiento ambos, Pablo y Santiago, estaban haciéndose eco de las enseñanzas de Jesús. El enfoque de Pablo en la fe volvía a reiterar la verdad de Mateo 5.3: «Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos».

Como le dijo el Señor a Nicodemo: «Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna» (Juan 3.16).

El énfasis de Santiago en el fruto tenía el sonido de Mateo 7.21: «No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos».

Unos cuantos versículos antes, Jesús describió la conducta humana con estas palabras: «Por sus frutos los conoceréis… Así, todo buen árbol da buenos frutos, pero el árbol malo da frutos malos» (Mateo 7.16– 17).

Repito: no hay discrepancia entre los escritos de Pablo y de Santiago.

Pablo declaró que las obras de justicia no nos pueden salvar. Santiago dijo que si no hay obras de justicia, no hemos sido salvos.

En otras palabras, tanto Santiago como Pablo veían las buenas obras como la prueba de la salvación, no como el medio para salvarse. Su encuentro en Hechos 15 y 21 confirma el hecho de que cualquier supuesta contradicción entre ellos existía solo en la mente de los escépticos.

UN HÉROE INCONCEBIBLE

De varias formas, podríamos esperar que el hermanastro de Jesús fuera un líder influyente en la iglesia primitiva. Después de todo, creció como parte de esa familia tan privilegiada.

Sin embargo, en el caso de Santiago, su familiaridad con Jesús fue durante mucho tiempo el mayor obstáculo para su salvación.

Como sus vecinos de Nazaret, Santiago estaba lleno de incredulidad y menosprecio cuando su hermanastro mayor afirmó ser el Mesías.

Su escepticismo no se debía a alguna imperfección que hubiera visto en el carácter de Jesús, sino más bien a la normalidad de la infancia de este. Quizá Santiago había albergado resentimiento y celos, probablemente en base a los agudos contrastes existentes entre él y su hermano mayor. Esos sentimientos de envidia llegaron a su máxima expresión cuando Jesús se hizo una figura pública popular.

Pero el Señor tenía planes para Santiago. En un acto de gracia divina después de su resurrección, Jesús se apareció personalmente a Santiago. En ese acto de profunda misericordia,

 Cristo disipó la duda de Santiago y su escarnio, y fue radicalmente transformado. Cuando aparece en el libro de los Hechos, es un hombre sin menosprecio, y se ha convertido en un adorador de Jesús como su Señor y Salvador. Finalmente, la amorosa lealtad de Santiago a Jesús fue tan fuerte que dio su vida como mártir, en vez de negar a su hermano como su Señor.

Cuando la iglesia estaba dando sus primeros pasos, se le confió a Santiago la vital función de liderazgo. A medida que se producía la transición, de una iglesia predominantemente judía a una principalmente gentil, y a medida que los apóstoles ministraban de un sitio a otro, se hizo necesario un líder fuerte que aportara sabiduría y estabilidad a los ancianos de la iglesia en Jerusalén. Santiago, con el poder del Espíritu, hizo eso.

En su ministerio y sus escritos, a Santiago a veces se le sitúa en una posición contraria al apóstol Pablo. Sin embargo, en realidad ambos están contendiendo por las mismas verdades. A lo largo de la historia de la iglesia, la mayor amenaza teológica para la institución se ha producido a través de los ataques contra la verdadera esencia del evangelio.

Ese fue el principal tema de la Reforma protestante. Es una batalla que se sigue librando aún en la actualidad. Fue el mayor debate doctrinal de la iglesia primitiva, y Santiago resalta como héroe por aportar un liderazgo piadoso en medio de esa crítica batalla, y afirmar con osadía el evangelio de gracia, declarando al mismo tiempo que el Espíritu Santo producirá obras justas en las vidas de las personas que son verdaderamente salvas.

Comenzamos este capítulo preguntando cómo habría sido crecer con Jesús. En la otra cara de la moneda, podríamos señalar que en la eternidad pasada Jesús mismo decidió quiénes serían sus hermanos y hermanas.

Como Creador (Juan 1.3), predeterminó la familia en la que viviría durante treinta años. De hecho creó a Santiago como su hermanastro menor, habiéndole escogido también soberanamente para ser su hermano espiritual (cp. Hebreos 2.11).

Jesús incluso diseñó a Santiago con las cualidades que necesitaría para poder darle a la iglesia en Jerusalén su primer pastor principal (véase Efesios 4.11).

El Señor creó, llamó, salvó y equipó a Santiago con la utilidad necesaria para manifestar su gloria, y hace lo mismo con todos los creyentes (Romanos 8.29).

Como Santiago, todos estuvimos llenos de menosprecio y odio hacia Dios en algún momento, pero si hemos llegado a aceptar la fe salvadora en Cristo, nosotros también hemos sido perdonados y equipados para un servicio espiritual.

La gracia, a través de la fe en Cristo, ha asegurado totalmente nuestra salvación. Ahora, al igual que Santiago enfatizó en su epístola, debemos ponerle pies a nuestra fe, viviendo fielmente en una sumisa obediencia a la Palabra de Dios.

Viviendo así, nuestra propia historia servirá para honrar al Señor Jesús, que no se avergonzó de hacernos parte de su familia (véase Romanos 8.16–17). 

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