Crónicas Bíblicas: Getsemaní, Parte 2


Cuando pensamos en la ira de Dios, por lo general pensamos en la justicia de Dios, y eso es acertado.

Cualquiera al que le importe la justicia se enfadará cuando vea que se está violando la justicia, y deberíamos esperar que un Dios perfectamente justo haga lo mismo.

Sin embargo, no pensamos que la medida de su enfado va en función de su amor y de su bondad. La Biblia nos dice que Dios ama todo lo que ha creado.

Esta es una de las razones por la que se enfada ante lo que ocurre en su creación; se enfurece con cualquier cosa o persona que destruye a la gente y el mundo que Él ama.

Su capacidad para amar es mucho mayor que la nuestra; y el cúmulo del mal en el mundo es tan extenso, que en realidad la palabra ira no hace justicia a la manera en la que Dios se siente cuando mira el mundo.

Así que no tiene sentido decir: «No quiero un Dios airado, quiero un Dios de amor». Si Dios ama y es bueno, debe enfurecerse ante el mal lo suficientemente como para hacer algo al respecto.


Ten en cuenta esto también: si no crees en un Dios de ira, no tienes ni idea de cuánto vales. Lo que quiero decir es que un dios sin ira no tiene necesidad de ir a la cruz y sufrir una terrible agonía y morir para poder salvarte. Imagina que a la izquierda tienes un dios que no paga nada para amarte e imagina que a la derecha tienes al Dios de la Biblia, quien, porque está enfadado por el mal, debe ir a la cruz, absorber la deuda, pagar el rescate y sufrir un inmenso tormento.

¿Cómo sabes cuánto te ama el dios de la izquierda y cuánto vales para él? Bueno, su amor es solo un concepto. Por eso no sabes cuánto te ama. Ese dios no paga ningún precio para amarte.

¿Cuánto vales para el Dios de la Biblia? Eres lo suficientemente valioso como para ir hasta esas profundidades por ti.


En un libro titulado Si Dios no escuchase: cartas a Malcolm se recoge la correspondencia entre C.S. Lewis y un hombre que se llama Malcolm.

En una carta, Malcolm dice que le incomoda la idea de que Dios se enfada. Le resulta más útil pensar que el poder y la justicia de Dios son como un cable eléctrico. Dice:

«Los cables cargados de electricidad no se encolerizan con nosotros, pero si los manejamos mal, recibimos una descarga».

Lewis contesta:


«Querido Malcolm, ¿qué ha ganado sustituyendo la imagen de un soberano enojado por la de unos cables? Nos ha hundido a todos nosotros en la desesperanza, pues la cólera puede perdonar; la electricidad, no. [.….]

Convierta la ira de Dios en mera desaprobación ilustrada y convertirá, asimismo, su amor en mero humanismo.

El «fuego devorador» y la «belleza perfecta» desaparecen. En su lugar tenemos una juiciosa directora de colegio o un magistrado pacifista. Eso procede de ser magnánimo. […]


Las analogías liberales y «civilizadas» nos llevan por mal camino. Tu percepción del amor de Dios y de lo que vales para Él será igual de grande que la comprensión que tengas de su ira.


La obediencia del amor cuando las circunstancias de la vida te conceden los deseos de tu corazón, te sientes satisfecho. Cuando hay una brecha entre tus anhelos y las circunstancias de la vida sí decimos que hay sufrimiento, y cuanto mayor sea la brecha, más grande es el sufrimiento. ¿Qué haces cuando esa distancia es demasiado
grande?
. Una respuesta sería cambiar las circunstancias; salir del camino que te está llevando al sufrimiento. Es cierto que, en ocasiones, es la respuesta correcta; puede que nuestras circunstancias actuales tengan que cambiar.

Puede que estemos en una relación perjudicial que tiene que terminar o cambiar de un rumbo, o una enfermedad que hay que tratar de manera agresiva.
No debemos aceptar todas las circunstancias con un fatalismo pasivo.

No obstante, muchas personas siguen ese patrón para enfrentarse con casi cualquier sufrimiento: se van de la ciudad, incumplen promesas o rompen relaciones.

Siempre intentan ir al lugar donde satisfarán sus deseos, ya que consideran que son de suma importancia, lo que hace que vean las circunstancias como negociables. Están dispuestos a hacer lo que sea para evitar el sufrimiento. El problema es que las circunstancias de la vida rara vez se pueden forzar.

Ves a por un nuevo conjunto de circunstancias y, en seis meses, necesitarás otras diferentes.


El Sendero de Ocho Pasos del Budismo no defendería esa respuesta, ni tampoco lo harían los griegos antiguos; en su opinión, evitar el sufrimiento no era señal ni de virtud ni de integridad.


Decir: «Cuando hay una brecha entre tus anhelos y tus circunstancias, cambia tus circunstancias» quebranta las enseñanzas de esas y de otras corrientes religiosas actuales.

En vez de eso, dicen que lo que tienes que hacer es reprimir tus deseos. Tienes que controlarlos y calmarte, ser objetivo y mantenerte imperturbable. Entonces podrás cumplir tus promesas y mantenerte en el camino.

Las circunstancias están predestinadas mientras que los deseos solo son una ilusión. Esa es la razón por la que Sócrates no estaba asustado al final de su vida. Le daba igual dejar de vivir.

Había logrado con éxito distanciarse de sí mismo. Es cierto que hay ocasiones en las que tenemos que reprimir nuestros deseos, ya que, a menudo son destructivos. Pero eliminar todo deseo es suprimir nuestra habilidad de amar; y Dios nos creó para amar.

Cuando observas por primera vez a Jesús en el huerto del Getsemaní, parece que opta por el primer enfoque. Está claro que no está siguiendo el camino del distanciamiento; está expresando lo que hay en su corazón.

Está destrozado. Y está pidiendo a Dios con honestidad y desesperación que cambie las circunstancias, y ora «que si fuera posible, pasara de Él aquella hora».

Grita «;Abba, Padre! Para ti todas las cosas son posibles; aparta de mí
esta copa».

Está lidiando con el Padre, pidiéndole una escapatoria, pidiendo si no hay otra forma de rescatarnos que no sea pasar por la espada ardiente.


Sin embargo, observa con atención: no está tomando sus circunstancias en sus propias manos. Al final obedece: renuncia dirigirlas y somete sus deseos a la voluntad del Padre.

Le dice a Dios: «pero no sea lo que yo quiero, sino lo que tú quieras». Está luchando, pero obedece en amor.


Todavía sería posible que a última hora, Jesús abortara la misión y dejase que pereciésemos. Sin embargo, para Él eso no es una opción. Está suplicando al Padre que lleve a cabo la misión de otra manera, pero no le pide abandonarla. ¿Por qué?

Porque por muy horrible que sea la copa, sabe que ese deseo inmediato (librarse) debe supeditarse a su deseo último librarnos a nosotros.

Con frecuencia, lo que parecen ser nuestros deseos más profundos solo son nuestros deseos más audibles. ¿Verdad que cuando sientes un dolor intenso o una gran tentación, no puedes pensar con claridad?

Te pones en contra de aquellos a los que amas. Tomas decisiones autodestructivas. Dices y haces cosas que sabes que no solo son hirientes sino que, en realidad, subestiman a las personas y los valores que más amas.


Pero en uno de los momentos de mayor dolor en la historia del mundo, Jesús no actúa así. Dice:
«pero no sea lo que yo quiero, sino lo que tú quieras». Ni siquiera le dice a Dios: «Creo que estás equivocado, pero aun así lo haré».

No, lo que les está diciendo es «Confió en ti a pesar de cómo me siento ahora. Sé que tus deseos son, en última instancia, mis deseos. Haz lo que ambos sabemos
que hay que hacer»


Y al actuar de este modo Jesús está siendo obediente en todo a la voluntad de Dios. Pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú. Jesús está sometiendo sus deseos más audibles a los más profundos poniéndolos en las manos del Padre.

Es como si dijese: «Si las circunstancias de la vida no satisfacen los deseos de
mi corazón, no voy a reprimirlos, pero tampoco voy a dejarme vencer por ellos. Sé que al final solo se satisfarán en el Padre. Confiaré en El, y le obedeceré, dejaré mi vida en sus manos y seguiré adelante»


Jesús no contiene sus emociones y no evita el sufrimiento. Ama

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