Entendiendo Un Poco Más el Deseo Humano.

Por Gabriel Rolón

CONTENIDO NARRACIÓN & CUENTO

El desafío de amar y desear a la misma persona resulta ineludible.


Entonces, emprendamos ese camino recordando que en el hombre ya casi nada
queda de su condición de «animal biológico» y que no existe en nosotros lo que se llama Instinto, esa fuerza que impulsa a todos los miembros de una especie a tener la misma reacción frente a situaciones idénticas.


Todos hemos leído alguna publicación o visto algún programa de televisión en el que se nos muestra cómo algunos animales viajan cientos o miles de kilómetros en una época determinada del año o etapa de la vida, ya sea para procrear, invernar o morir, cada uno siente de pronto el impulso a tener ese proceder como un mandato que corre por su sangre.

Pues bien, nada de esto ocurre en el ser humano, porque cada sujeto es único y
sus reacciones tienen que ver, no con su pertenencia a la especie, sino con la
combinación de tres factores distintos cuya interrelación irá formando la base de su
personalidad:

la herencia, la historia personal y la sociedad en la que vive.


La herencia, que no es sólo genética sino también discursiva, pone en juego
muchos de los factores que forman parte de una persona: su estatura, el color de
sus ojos o ¿por qué no? la tendencia a sufrir ciertas enfermedades.

Su historia será fundamental en la construcción de su identidad. Y nos estamos
refiriendo a los padres que ha tenido, sus vivencias infantiles, su paso por el
colegio, la existencia o no de momentos traumáticos acontecidos, sobre todo en los
primeros años, su paso por la adolescencia y el comienzo de su vida sexual.

¿Cómo ha sido todo esto? ¿Ha recibido aliento y contención por parte de su familia o, por el contrario, fue atravesado por discursos frustrantes que pudieran haberlo dejado preso de una sensación de soledad e indefensión frente al mundo?


Es en este punto en el que se definirá la subjetividad característica de cada
hombre, su identidad sexual y su manera particular de disfrutar, sufrir o encarar
los acontecimientos de su vida.

Existimos mucho antes de nacer En su libro El psicoanálisis ilustrado, Jorge Bekerman escribe: «Usted mismo fue, muchos años antes de existir como realidad objetiva en el
mundo, mucho antes de berrear y ensuciar pañales (y por supuesto mucho antes de comprar y leer libros) un sueño en la cabeza de la niña que fue su madre.»


¿Qué es lo que Bekerman está diciendo con esto? Que, cuando una persona nace, ya la está esperando un mundo hecho de palabras y deseos ajenos, que no le pertenecen.

Hay una palabra, por ejemplo, que lo antecede y que los padres han elegido para él: el nombre; que no es, ni más ni menos, que la palabra con la que se lo identificará durante toda su vida.


Y la elección de ese nombre no es algo casual ni azaroso, sino que en ella se ponen en juego los deseos y anhelos que los padres vuelcan, consciente e inconscientemente, en ese hijo que llega al mundo.

No es lo mismo llevar el mismo nombre que su padre o que el de su abuelo, o uno que haya sido elegido porque tiene un significado determinado.

Porque nuestro nombre nos obliga a hacernos cargo de algo que se espera de nosotros desde antes de nacer.

Van Gogh, por ejemplo, llevaba el nombre de un hermano muerto: Vincent. es evidente darse cuenta de qué manera sufrió eso, cómo lo atravesó el hecho de haber llegado al mundo para ocupar el lugar de un muerto, para tapar esa ausencia y cómo esto lo ligó desde siempre a la muerte de un modo fatal.


Todos sabemos que fue un artista enorme, al que desgraciadamente no le alcanzó con eso para contrarrestar el peso de ese nombre y el lugar al que lo convocaba.

Jamás fue un hombre feliz, se mutiló y terminó suicidándose. Pero no es sólo el nombre lo que nos está esperando cuando nacemos.

¿cómo es que viene a este mundo?

Al poco tiempo de nacer, ese bebé que mientras estaba en la panza de su madre no sintió nunca la necesidad de comer o beber, comienza a experimentar una sensación que desconoce y que le genera una tensión que crece en la medida en que no sabe qué es ni cómo se resuelve eso que le está ocurriendo.


Cuando la tensión es tanta que comienza a ser displacentera, el bebé tiene la necesidad de descargarla (Principio de Placer) y lo hace de la única manera que puede hacerlo: llorando.

Ese primer llanto no significa nada aún, no se dirige a nadie y no es más que un mecanismo de descarga de la ansiedad acumulada.

Pero ocurre que ese llanto es escuchado por alguien, generalmente la madre, quién codifica ese primer llanto y dice: «tiene hambre».

Entonces lo toma, lo alza, lo guía para que pueda alimentarse de su pecho y de ese modo lo calma.

Y en ese primer acto la madre ya le ha enseñado a su bebé muchas cosas: que la
molestia que sentía puede calmarse, que para que esto suceda necesita de la ayuda de alguien externo y que, para que ese al guíen venga él debe llamarlo ya que lo que quiera, desde ahora y para siempre, lo va a tener que pedir.


Y es a partir de entonces que ese llanto que en su momento dijimos que no significaba nada adquiere un sentido.

Pero puede ser que unas horas después el bebé vuelva a llorar y que esta vez la
mamá codifique ese llanto de un modo diferente y diga: «Ahora no tiene hambre..
ahora tiene sueño».

Entonces va a alzarlo y acunarlo hasta hacerlo dormir. De este modo, de a poco, la madre irá introduciendo a su hijo en el mundo de la palabra, lo adiestrará en el arte de la comunicación instruyéndolo en cómo se llora cuando se tiene hambre y cómo cuando se tiene sueño.

Le va enseñando con juegos y caricias que ése es su cuerpo, que le pertenece y que tiene que ir aprendiendo a reconocerse en él. Por eso lo toca y nombra cada una de sus partes para que después el hijo pueda hacer lo propio.

Y así, cuando el chico empieza a aprenderlo, experimentamos una sensación de orgullo y alegría.

La madre espera ansiosa la llegada del papá y le pregunta al niño: « ¿Dónde está la boca?» y el hijo lleva su dedo indicando que ha unido la palabra con el cuerpo.

Con este simple logro, el hijo ha dado un paso más en el arduo camino que lo llevará a ser él mismo.

Vivir en un mundo de palabras es comprender que todo lo que queramos lo vamos a tener que pedir, que no hay otra manera de obtener lo que se anhela que no sea con la mediación de la palabra.

Por eso, cuando alguien no comprende esto y toma lo que quiere sin pedirlo, la sociedad lo castiga.


Pongamos un ejemplo.
Cuando una persona despierta nuestro deseo comienza el maravilloso camino de la seducción, que no es más que otra de las maneras de pedir. Nos encontramos
a tomar un café, salimos a cenar o al cine, nos vamos conociendo e intentamos que
en ese conocimiento mutuo se genere en el otro el mismo interés por estar con nosotros.

De producirse esto podremos estar juntos, de lo contrario, la posibilidad del encuentro se verá frustrada.

Ésta es la manera en la que buscamos alcanzar la satisfacción de ese deseo
porque, como decía André Breton, «las palabras hacen al amor».

Pero no se trata de que las palabras tengan que ver con el amor, sino que lo hacen, lo originan y lo constituyen.


Pero supongamos que una persona no mediatice sus deseos a través del pedido
y directamente tome lo que desea. En ese caso, lo que podría haber sido un encuentro amoroso, se transforma en una tragedia.


Esa persona ha descubierto que una mujer le gusta, que la desea, pero en lugar de seducirla, la espera en una esquina y la toma por la fuerza sin tener en cuenta lo que a ella le pasa, sin importarle si quiere o no quiere; no reconoce su deseo y, por ende, la degrada a la condición de objeto y como tal la trata.

Simplemente la toma porque ése es su impulso.


Un acto como éste nos horroriza tanto que, de quien lo perpetra, decimos que se trata de un animal, de una bestia. Es decir que por su comportamiento también la sociedad deja de reconocerlo siquiera como un miembro perteneciente a la especie humana.

¿Por qué? Porque no entendió que la palabra, y no otra cosa, es el medio para conseguir lo que se quiere.


El lenguaje es, entonces, aquello que nos hace seres diferentes del resto de las especies.

Porque su existencia echa por tierra con los llamados del instinto, que nos impulsarían con su fuerza a ir y tomar sin más lo que satisface la necesidad, y nos
obliga a hablar, convencer, pedir, acordar y ceder para relacionarnos con los demás.


Pero la palabra también tiene un límite y nadie puede decir con palabras todo lo que quiere.

Siempre hay algo imposible de ser dicho, algo que se pierde en la comunicación y que, por ende, resulta inasible.

Y eso que no puede articularse por medio de las palabras, eso que no sabemos cómo pedir, dejará siempre un resto de insatisfacción.

El fruto de esa insatisfacción es, ni más ni menos, el que permite el surgimiento del deseo.

Un deseo que en parte tiene que ver con lo que decimos, pero también con lo que no podemos decir.


Volvamos por un segundo a aquel instante mítico del primer llanto del bebé.
Dijimos que, sin saber ni esperar nada, el chico se encuentra con que su ansiedad
fue calmada y su necesidad satisfecha por algo externo (la madre).

Esto lo sorprende y le da una satisfacción plena… por única vez.
Una vez que ha sabido de la existencia de su madre, de su pecho que lo alimenta y de sus brazos que lo calman, el niño ya ha entrado al mundo del deseo y, cada vez que sienta hambre, sueño o miedo, no podrá evitar que surja ese deseo de que la mamá venga, se haga cargo de sus demandas, y lo calme.

Ésta es la experiencia que da origen al amor.


Porque a partir de esa experiencia, cada vez que vuelva a tener una necesidad.
Ya estará esperando que venga aquello que lo calma e irá fantaseando el momento
de la satisfacción. Y este detalle es fundamental, porque la espera lo introduce al
mundo del deseo. Pero siempre habrá una diferencia entre la satisfacción anhelada y la satisfacción encontrada.


Deja un comentario