Por Doc. Jordan Peterson

CONTENIDO NARRACIÓN & FILOSÓFICO
UNA PERSONA QUE ESCUCHA
Incluso sin hablar, una persona que escucha puede representar a la multitud. Puede conseguirlo simplemente dejando que la persona que habla se escuche a sí misma.
Eso es lo que Freud recomendaba. Hacía que sus pacientes se tumbaran en un sofá mirando al techo, y dejaba que divagaran y que dijesen lo que les pasara por la cabeza. En eso consiste el método de la libre asociación.
Es así cómo el psicoanalista freudiano evita transferir sus propios prejuicios y opiniones al paisaje interno del paciente. Esta era la razón por la cual Freud no se ponía enfrente de sus pacientes, ya que no quería que las mediaciones espontáneas de aquellos se vieran alteradas por sus propias expresiones emocionales, por sutiles que fueran.
Le preocupaba, y con razón, que sus propias opiniones, peor todavía, sus propios problemas por resolver se reflejaran de forma incontrolada en sus respuestas y reacciones, tanto conscientes como inconscientes.
Temía perjudicar así el desarrollo de sus pacientes. Por los mismos motivos, Freud insistía en que los propios psicoanalistas debían someterse a la terapia.
Quería que aquellos que practicaban este método descubrieran y eliminaran algunos de sus peores puntos ciegos y prejuicios, para que así no ejercieran su labor de forma deshonesta.
En eso Freud llevaba razón. Al fin y al cabo era un genio, algo evidente por el mero hecho de que la gente lo sigue odiando. Pero el enfoque imparcial y hasta cierto punto distante que preconizaba Freud también tiene sus desventajas. Muchas de las personas que buscan terapia desean y necesitan una relación más cercana, más personal, algo que por otro lado también tiene sus peligros.
Es por ello, en parte, que en mi práctica me decanté para mí. Por la conversación en lugar del método freudiano, al igual que la mayoría de los psicólogos clínicos.
A mis pacientes les puede resultar de cierto provecho ver mis reacciones. Para protegerlos de la influencia indebida que algo así podría producir, procuro establecer mi propósito de forma conveniente, de tal modo que mis respuestas surjan de la motivación apropiada.
Hago lo que puedo para desearles lo mejor (sea lo que sea). También me esfuerzo al máximo para desearles lo mejor, porque eso forma parte de desearles lo mejor.
Intento tener la mente despejada y dejar a un lado mis propias preocupaciones. De esta forma me concentro en lo que es mejor para mis pacientes y al mismo tiempo me mantengo alerta para detectar cualquier indicio de que estoy malinterpretando qué es lo que es mejor.
Se trata de algo que hay que negociar, que no puedo asumir por mi cuenta. Algo que hay que manejar con mucho cuidado para mitigar los riesgos que conlleva una interacción personal íntima.
Mis pacientes hablan y yo escucho. A veces respondo Normalmente de forma sutil. Ni siquiera verbalmente. Mis pacientes y yo nos sentamos uno enfrente del otro. Establecemos contacto visual y podemos ver las expresiones del otro. Ellos pueden observar los efectos de sus palabras en mí, y yo puedo observar los efectos que las mías tienen en ellos.
Y pueden responder a mis respuestas. Te quiero relatar lo que un paciente me dijo: «Odio a mi mujer». Una vez que lo ha dicho, ahí queda, flotando en el aire. Ha surgido del inframundo lo que dijo, se ha materializado a partir del caos y se ha manifestado.
Ahora es algo perceptible y concreto que no puede ignorarse fácilmente. Ahora se ha vuelto real y quien lo ha dicho se ha sorprendido a sí mismo. Ve lo mismo se ve reflejado en mis ojos y, al notarlo, avanza en el camino hacia la sensatez.
Espera-dice Volvamos atrás. Eso ha sonado muy fuerte. A veces odio a mi mujer. La odio cuando no me quiere decir qué es lo que quiere. Mi madre también hacia lo mismo, todo el rato, y volvía loco a mi padre.
Nos volvía a todos locos. la verdad, incluso a ella misma. Era una buena persona, pero era muy rencorosa.
Bueno, por lo menos mi mujer no está tan mal como mi madre. Para nada. ¡Espera! Creo que a mi mujer en realidad se le da bastante bien decirme lo que quiere, pero me molesto mucho cuando no lo hace porque mi madre nos torturó a todos casi hasta la muerte haciéndose la mártir.
Y eso es algo que me afectó mucho. Quizá ahora tiendo a exagerar cuando ocurre, por poco que ocurra. Fíjate, me estoy portando exactamente como lo hacía mi padre cuando mi madre lo enfadaba.
Pero yo no soy así. Y no tiene nada que ver con mi mujer. Más me vale decírselo. Yo observo a partir de todo esto que hasta entonces mi paciente no había conseguido diferenciar debidamente a su mujer de su madre.
Y veo también que estaba poseído de forma inconsciente por el espíritu de su padre. Y él ve todo eso también. Ahora es una persona un poco más diferenciada, ahora es menos un bloque tosco sin tallar, ahora está un poco menos perdido entre la niebla.
Dice: «Ha sido una buena sesión. doctor Peterson». Yo asiento. Puedes ser bastante listo si te limitas a callarte.
Cuando estoy en la terapia puedo ser un colaborador y un oponente incluso cuando no hablo.
Es algo que no puedo evitar. Mis expresiones anuncian mi respuesta, incluso cuando son sutiles. De esta forma me comunico, tal y como señalaba Freud con acierto, a pesar de estar en silencio.
Pero también hablo durante mis sesiones. ¿Entonces cómo sé cuándo hay que decir algo? En primer lugar, como he dicho antes, me pongo en una disposición apropiada. Defino bien mi objetivo. Quiero que las cosas vayan mejor. Mi mente se orienta en función de esa meta e intenta producir respuestas al diálogo terapéutico que contribuye a ese objetivo.
Internamente veo qué es lo que sucede y revelo mis respuestas. Esa es la primera regla. Por ejemplo, un paciente dice algo y yo tengo cierta ocurrencia o bien una fantasía me atraviesa la cabeza.
Frecuentemente tiene que ver con algo que ese mismo paciente explicó un poco antes o en una sesión anterior. Entonces le cuento tal pensamiento o fantasía. Con indiferencia le digo: «Dijiste esto y me he dado cuenta de que luego me percaté de esto otro».
Entonces lo hablamos. Tratamos de determinar la relevancia del significado de mi reacción. A veces, quizá, tiene que ver conmigo. Ahí es adonde iba Freud. Pero en ocasiones se trata simplemente de la reacción de un ser humano imparcial, pero favorablemente predispuesto a una declaración que revela algo, formulada por otro ser humano.
Es algo que posee un significado, en ocasiones incluso correctivo. En otras, sin embargo, se me corrige a mí. Tienes que llevarte bien con otras personas. Un terapeuta es una de esas otras personas.
Si es bueno, te dirá la verdad acerca de lo que piensa, lo cual no es lo mismo que decirte que lo que piensa es verdad. Entonces podrás contar al menos con la opinión honesta de una persona, algo que no es tan fácil de conseguir.
No es tema menor. Es la llave que abre todo el proceso psicoterapéutico: dos personas contándose la verdad y escuchándose
¡CÓMO DEBERÍAS ESCUCHAR?
Carl Rogers, uno de los grandes psicoterapeutas del siglo XX, sabía unas cuantas cosas acerca de cómo escuchar. Escribió lo siguiente: “La gran mayoría de nosotros no sabe escuchar”; nos vemos obligados a evaluar, porque escuchar es muy peligroso. En primer lugar, hace falta valentía y no siempre la tenemos.
Rogers sabía que escuchar podía transformar a la gente. A propósito de eso comentó: «Puede que algunos penséis que escucháis bien a las personas y que nunca habéis visto semejantes resultados. Es más que probable que no hayáis escuchado de la forma que he descrito».
Proponía a sus lectores que realizaran un pequeño experimento la próxima vez que se encontraran en una discusión: «Detén la discusión un momento e introduce esta regla: «Cada persona puede decir lo que piensa solo después de repetir las ideas y sentimientos de la persona que acaba de hablar de forma minuciosa, con una formulación que esa persona apruebe»»
Esta regla me ha resultado de gran utilidad, tanto en mi vida privada como en mi práctica clínica. Suelo resumir lo que la gente me ha dicho y les pregunto si he entendido correctamente.
Unas veces, aceptan el resumen; otras, me sugieren una pequeña corrección. De vez en cuando me equivoco por completo. Y está bien saber todo eso.
Este proceso de resúmenes comporta varias ventajas básicas. La primera es que termino entendiendo realmente lo que la otra persona me está diciendo. Sobre esto, Rogers señala: «Parece sencillo, ¿no? Pero, si lo pruebas, descubrirás que es una de las cosas más difíciles que jamás hayas hecho. Si de verdad entiendes a una persona de esta forma, si estás dispuesto a entrar en su mundo privado y ver cómo se le presenta a él la vida, corres el riesgo de quedar transformado. Puede que acabes viendo las cosas de la misma forma, puede que te veas influido en tus actitudes o en tu personalidad. Este riesgo de transformación es una de las perspectivas más aterradoras que la mayor parte de nosotros puede encarar».
Pocas veces se han escrito palabras más acertadas. La segunda ventaja de realizar estos resúmenes es que ayudan a la persona a consolidar y utilizar la memoria.
Partamos de la siguiente situación: un paciente, hombre o mujer, me refiere un relato largo, disperso y cargado de emociones acerca de un periodo complicado de su vida. Lo resumimos una y otra vez.
Esa historia se va acortando y finalmente queda resumida en la mente de los dos con el formato que hemos intercambiado. En muchos sentidos ahora es un recuerdo diferente; con un poco de suerte, incluso un recuerdo mejor.
Ahora pesa menos, ya que se ha destilado hasta dejarlo en su esencia. Hemos sacado la moraleja de la historia y se ha transformado en la causa y el resultado de lo que ocurrió, formulada de tal forma que repetir la tragedia y el dolor parece menos probable en el futuro. «Esto es lo que pasó y este es el porqué. Esto es lo que tengo que hacer para evitar estas cosas de ahora en adelante».
Eso es utilizar bien la memoria. Ese es el objetivo de la memoria. Digámoslo una vez más: si recuerdas el pasado no es para «registrarlo con exactitud», sino para estar preparado para el futuro.
La tercera ventaja que comporta utilizar el método de Rogers es que resulta muy complicado construir alegremente argumentos peleles.
Cuando alguien se opone a ti. resulta muy tentador simplificar, parodiar o tergiversar su posición. Es un juego contraproducente, diseñado al mismo tiempo para dañar al adversario y aumentar injustificadamente tu propio estatus.
Por el contrario, si se te pide que resumas la posición de la otra persona de tal forma que esta lo apruebe, quizá tengas que formular el argumento de una manera aún más clara y concisa de lo que tu interlocutor ha conseguido hacer.
Si accedes a mirar los argumentos presentados desde la perspectiva opuesta, puede que:
1) encuentres cierto valor en ellos y que aprendas algo en el proceso o
2) te sirvas de esas perspectivas para refinar tus propios argumentos si aún piensas que la otra persona está equivocada, con lo que saldrán reforzados.
Tú también serás mucho más fuerte. Entonces ya no tendrás que deformar la posición de tu contrincante y, además, es muy posible que vuestras posiciones se hayan aproximado al menos parcialmente.
También se te dará mucho mejor resistir a tus propias dudas. Hace falta mucho tiempo, en algunos casos, para averiguar lo que una persona quiere decir de verdad cuando está hablando.
Esto se debe a que frecuentemente está articulando sus ideas por primera vez. No puede hacerlo sin perderse por callejones sin salida o declarar cosas contradictorias, incluso abiertamente absurdas.
Se debe, en parte, a que hablar (y pensar) a menudo tiene que ver más con olvidar que con recordar. Hablar de algo que ocurrió, sobre todo si posee una carga emocional, algo como una muerte o una enfermedad grave, significa escoger detenidamente qué se va dejando atrás.
Cuando se empieza, no obstante, mucho de lo que no es necesario tiene que verbalizarse. La persona que habla con gran emoción tiene que relatar toda la experiencia con todo lujo de detalles.
Solo entonces puede pasar a enfocar o consolidar el hilo central, las causas y consecuencias.
Solo entonces se puede extraer la moraleja de la historia. Imagina que alguien tiene una pila de billetes, algunos de los cuales son falsos. Habrá que extender todos los billetes en la mesa para poder examinar cada uno y advertir las diferencias antes de poder distinguir los auténticos de los falsos.
Este es el tipo de enfoque metodológico que tienes que adoptar cuando realmente escuchas a alguien para intentar resolver un problema o comunicar algo importante.
Si tras descubrir que algunos de los billetes son falsos te limitas a tirarlos todos -como harías si tuvieras prisa o si por algún motivo no estuvieras en disposición de dedicar el tiempo necesario
– Nunca aprenderás a separar el grano de la paja. Si en lugar de eso escuchas sin prejuicios, la gente tenderá a contarte todo lo que piensa, con muy pocas mentiras.
La gente te contará las cosas más sorprendentes, absurdas e interesantes que puedas imaginar.
Tendrás muy pocas conversaciones aburridas. De hecho, así es como puedes saber si realmente estás escuchando de verdad o no. Si la conversación es aburrida, probablemente no lo estás haciendo.


La Biblioteca De Alejandría.
Yo soy bibliotecario de la gran Biblioteca de Alejandría. Desde niño, me apasiona el conocimiento y la cultura. Por eso he dedicado mi vida a estudiar y preservar los libros que albergaba este maravilloso lugar. Aquí leí las obras de los grandes poetas, filósofos, historiadores y científicos de todas las épocas y lugares. Aprendí sobre el mundo y sus misterios. Fueron tiempos felices.
Pero hoy todo eso se ha acabado. Hoy he visto cómo el fuego devoraba los libros que tanto amaba, cómo las llamas consumían la sabiduría de la humanidad, mientras el humo oscurecía el cielo y el futuro.
Todo empezó cuando el general romano Julio César llegó a Alejandría, huyendo de sus enemigos políticos. Se refugió en el palacio real, donde fue recibido por la reina Cleopatra. Pero los partidarios del rey Ptolomeo XIII, hermano y rival de la reina, no estaban dispuestos a tolerar la presencia del invasor romano. Así que sitiaron el palacio y bloquearon el puerto.
César, para defenderse, ordenó a sus soldados que prendieran fuego a los barcos enemigos que estaban anclados en el puerto. Pero el viento sopló con fuerza y llevó las llamas hasta la Biblioteca. El fuego se propagó rápidamente por las estanterías de madera y los rollos de papiro. Los bibliotecarios intentamos salvar algunos, pero fue imposible. El calor era insoportable, el humo nos ahogaba y el ruido nos aturdía.
No pude hacer más que ver cómo se perdían para siempre las obras de miles de autores, cuyos nombres y pensamientos se borraban de la memoria. Vi cómo se destruía el legado de siglos de civilización sintiendo una profunda tristeza y una gran rabia.
No sé cuántos libros se quemaron ese día, pero cada papel es una pérdida irreparable para la humanidad.
Sé que de alguna forma tendremos que levantarnos, tendremos que buscar copias y reconstruir todo poco a poco, pero por ahora no soporto ver las ruinas de lo que fue mi hogar y mi orgullo.
Nunca olvidaré este día ni olvidaré el dolor por todo lo que perdimos.
Por Calímaco






