Por John MacArthur

UNA VOZ QUE CLAMA EN EL DESIERTO
Tras Volver a contar su increíble nacimiento, el relato bíblico avanza a los comienzos del ministerio de Juan. Vivió gran parte de su vida en el anonimato del desierto de Judea antes de que la palabra del Señor llegara sobre él para iniciar su ministerio profético cuando tenía unos treinta años de edad (Lucas 3.2).
En ese entonces, «bautizaba Juan en el desierto, y predicaba el bautismo de arrepentimiento para perdón de pecados» (Marcos 1.4).
Juan era un contraste en todos los aspectos, desde su prolongado aislamiento a su abrupta aparición pública, desde su áspera vida en el desierto a su dramático ministerio de predicación y bautismo.
Nació de una mujer que no podía tener hijos. Procedía de un linaje de sacerdotes, pero ministraba como profeta, y alcanzó a la sociedad judía habiéndose apartado de ella.
Tanto su entrenamiento como su ministerio se produjeron en el desierto. Ese podría parecer un lugar extraño para que el precursor del Mesías estableciera sus oficinas centrales, pero encajaba perfectamente con el plan de Dios.
Juan no fue enviado a la corte real del mundo antiguo para anunciar la llegada del Rey al universo. De una familia oscura, con un extraño estilo de vida, estableció su ministerio directamente en medio de la nada.
Pero todo eso tenía un propósito, un enfoque radical con la intención de despertar a la gente de su sueño espiritual, y llamarles a salir del legalismo muerto de sus prácticas religiosas.
Multitudes de personas procedentes de Jerusalén y Jericó, atraídas por la curiosidad y la convicción, acudían a oír predicar al excéntrico profeta. En la arena desolada, apartados de las distracciones de la ciudad y la opresión de los líderes religiosos, las personas podían meditar con calma en las poderosas verdades que Juan estaba proclamando. El mensaje de Juan era asombroso, así como su aspecto físico.
Él afirmaba ser el verdadero mensajero de Dios, pero no era como los fariseos y saduceos con buenas maneras, habla tranquila y muy adornados. La áspera túnica de piel de camello de Juan, su cinturón de piel y su dieta de langostas y miel silvestre, servían como una punzante y metafórica reprensión a los líderes de la clase religiosa de Israel.
Como los profetas del Antiguo Testamento que le precedieron, todo lo relacionado con la extraña conducta de Juan tenía la intención de ser una lección para la nación escogida de Dios.
No llamaba a otros a vivir o vestir como él, sino que llamaba a la gente a alejarse de los hipócritas vestidos de la liturgia que dirigían a las personas al infierno.
EL REINO SE HA ACERCADO
Como predicador privilegiado por anunciar la llegada del Mesías, el llamado de Juan era más elevado y sagrado que el de cualquier otro que le hubiera precedido. Su voz profética fue la primera que resonó por todas las laderas de Judea desde que el profeta Malaquías dejó de hablar cuatrocientos años antes.
Aunque su historia la encontramos en los evangelios, Juan fue el último de los profetas del Antiguo Testamento. Como tal, recibió la privilegiada responsabilidad de anunciar tanto la venida del Mesías como de declarar su llegada. Al igual que sus predecesores, Juan encauzaba fielmente a la gente hacia Cristo, pero a diferencia de los otros profetas judíos, pudo ver con sus propios ojos el cumplimiento de sus palabras.
En Mateo 11.9 Jesús separó a Juan de los nobles profetas anteriores a él diciendo que era «más que profeta», porque como explicó el Señor, era el mensajero divinamente señalado del que se hablaba en Malaquías 3.1. Isaías había profetizado la misión de Juan cientos de años antes:
«Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas» (Mateo 3.3; cp. Isaías 40.3 4). Estaba preparando los corazones de los judíos para la venida de su tan ansiado Rey. Después de milenios de anticipación y promesas proféticas, Juan fue elegido para el incomparable privilegio de ser el heraldo personal del Mesías.
En el antiguo Oriente Próximo, la llegada de un monarca normalmente estaba precedida por la aparición de un heraldo que anunciaba la inminente llegada del rey y hacía los preparativos finales para su estancia. Junto al heraldo, se enviaba una delegación de siervos a la cabeza de la caravana real, para quitar cualquier obstáculo en el camino y asegurarse de que estuviera en buenas condiciones para viajar.
Así, la responsabilidad del heraldo era doble: proclamar la llegada del rey y preparar el camino para su llegada. Estos dos componentes definieron el ministerio privilegiado de Juan el Bautista.
Pero Juan no trabajó solamente para un rey humano. Fue el precursor del Rey de reyes. Como tal, no quitó los escombros de los caminos físicos, sino que a través de su predicación respaldada por el Espíritu sobre arrepentimiento y fe, intentó quitar los obstáculos de la incredulidad en los corazones de los hombres y las mujeres pecadores.
Desafió al judaísmo hipócrita y egoísta del primer siglo, y llamó a las personas al arrepentimiento y a tener una vida de santa fe y obediencia. De esta forma, estarían preparados para la llegada del Mesías y su reino.
El ministerio de Juan se describe como la «voz del que clama en el desierto». Para todos los que escuchaban, sus resonantes palabras reiteraban un mensaje simple: «¡Arrepentíos!» (Mateo 3.2).
La palabra griega para arrepentimiento significa más que un simple dolor o lamento. Significa «cambiar de pensamiento y modificar la voluntad», y engloba la idea de dar la vuelta y caminar en la dirección opuesta.
El arrepentimiento no se refiere tan solo a cualquier cambio, sino a un cambio de pecado a justicia. Conlleva dolor por el pecado, pero va más allá de eso hasta producir un cambio de pensamiento y el deseo de una vida diferente (cp. 2 Corintios 7.10).
Juan declaró que si las personas se volvían de su orgullo rebelde y recibían una vida de obediencia de todo corazón, estarían listos para recibir al Mesías. El mensaje de Juan impactó al pueblo judío, ellos suponían que ya estaban incluidos por pertenecer a la nación escogida de Dios.
Por su etnia, sentían la seguridad de tener un lugar en el reino de los cielos, de tal forma que el arrepentimiento no era necesario para ellos. Por otro lado, las naciones gentiles vecinas no tenían tal privilegio. Juan confrontó esa falsa idea con toda claridad, declarando con valentía: «Y no penséis decir dentro de vosotros mismos: A Abraham tenemos por padre; porque yo os digo que Dios puede levantar hijos a Abraham aun de estas piedras» (Mateo 3.9).
Para los israelitas que se consideraban justos y que escuchaban lo que Juan decía, la idea estaba clara: estaban en la misma condición que los gentiles que no creían: eran como piedras, espiritualmente muertos.
A menos que se arrepintieran y se convirtieran de su pecado a la justicia, no heredarían la salvación eterna. En cambio, serían juzgados. Ahora, ser judío y religioso no valía para nada ante Dios salvo para recibir un juicio mayor.
El mandato de Juan era urgente. La venida del Rey era inminente. A pesar de su religión, los corazones de las personas estaban duros y fríos. Por eso Juan les confrontó con feroz pasión y con una franqueza sin reparo.
Ahora no era el momento de medir las palabras. El desafió a la gente a apartarse del ritualismo, la superficialidad y la hipocresía de sus ceremonias externas, tradiciones y leyes. Les llamó a alejarse de la clase religiosa, al desierto, a un lugar donde no hubieran ido de no ser porque se tomaban enserió el arrepentimiento.
Expuso las falsas pretensiones de los líderes religiosos con gráficas advertencias, y desafió a la gente a demostrar su arrepentimiento en formas prácticas, como el cuidado de los pobres, trabajar con integridad y mostrar amor a otros (Lucas 3.11-14).
Predicaba con tal convicción y autoridad que algunos que le escuchaban pensaron que quizá él sería el Mesías. Pero Juan rápidamente acalló esos falsos rumores.
Cuando los sacerdotes y levitas le preguntaron quién le había enviado de Jerusalén para conocer su identidad, Juan respondió: «Yo no soy el Cristo» (Juan 1.19-20).
Asimismo, les decía a las multitudes: «Yo a la verdad os bautizo en agua; pero viene uno más poderoso que yo, de quien no soy digno de desatar la correa de su calzado; él os bautizará en Espíritu Santo y fuego» (Lucas 3.16).
Juan conocía su posición y su tarea. Por tanto, nunca intentó buscar honor para sí mismo, sino solo para aquel cuya venida proclamaba. Desde su infancia, Juan había escuchado muchas veces sin lugar a duda el anuncio que hizo el ángel de su nacimiento y de su llamado, un propósito que nunca comprometió ni manipuló para su propio beneficio.
Aunque ministró en el desierto, la predicación de Juan tuvo un gran impacto en las ciudades de Israel. Según el relato de Mateo: «Y salía a él Jerusalén, y toda Judea, y toda la provincia de alrededor del Jordán, y eran bautizados por él en el Jordán, confesando sus pecados» (3.5 6).
Las multitudes viajaban para oírle predicar, muchos recibían convicción de pecado y se bautizaban como señal de su deseo de arrepentirse y su disposición a recibir al Mesías. A diferencia del lavamiento ceremonial levítico, que conllevaba lavarse las manos repetidas veces, los pies y la cabeza para simbolizar la necesidad de una purificación continua del pecado recurrente, el bautismo de Juan era un evento único.
El paralelismo más cercano en las prácticas judías de aquella época era un ritual que no era para los israelitas nativos: el bautismo de prosélitos gentiles para formar parte del judaísmo.
Ese paralelismo lo reconocían los judíos a quien Juan predicaba. Quienes se arrepintieran verdaderamente tenían que reconocer que, en lugar de ser superiores, no eran mejores que los paganos no judíos, espiritualmente hablando.
Aunque eran físicamente descendientes de Abraham, si no se arrepentían, eran completos extraños para el reino de Dios. Para simbolizar su reconocimiento de esa realidad, Juan llamaba a los judíos a bautizarse de la misma manera que un prosélito gentil.
BAUTISMO DEL REY
El lugar exacto del ministerio bautismal de Juan junto al río Jordán es desconocido. El apóstol Juan destaca que era acerca de «Betábara [o Betania], al otro lado del Jordán» (1.28), pero los arqueólogos no están seguros del lugar exacto de esa ciudad antigua.
Probablemente sería hacia el extremo sureste del río, cerca de Jericó y del mar Muerto, razón por la cual los habitantes que acudían en masa a escuchar a Juan predicar eran de los alrededores de Jerusalén y Jericó.
Puede que Juan se sorprendiera cuando las enormes multitudes se acercaban a escucharle, especialmente cuando los antagonistas escribas y fariseos aparecieron.
Pero se quedó perplejo cuando Jesús, el Rey mismo, apareció entre la multitud y pidió ser bautizado. Estaba claro que si alguien no necesitaba un bautismo de arrepentimiento era el Mesías, el Hijo de Dios que no tenía pecado. Por eso, Mateo 3.14-15 dice:
Mas Juan se le oponía, diciendo: Yo necesito ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí? Pero Jesús les respondió: Deja ahora, porque así conviene que cumplamos toda justicia.
Entonces le dejó. Por inimaginable que fuera, Jesús había venido a propósito ante Juan para ser bautizado. Cuando vio por primera vez a Jesús que se le acercaba, Juan declaró: «He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Este es aquel de quien yo dije: Después de mí viene un varón, el cual es antes de mí; porque era primero que yo» (Juan 1.29-30).
En ese breve saludo, el profeta que bautizaba expresó la profunda verdad de la Persona y misión de Jesús, destacando la obra redentora de Cristo como el Cordero de Dios y su eternidad como Hijo de Dios.
Es entendible que la primera reacción de Juan fuera pensar que el Redentor debiera bautizarlo a él, no al revés. El bautismo de Juan era una forma en que los pecadores simbolizaban físicamente su arrepentimiento de pecado, pero Jesús vino a ser bautizado, aunque era absolutamente sin pecado.
Asombrado, Juan debió de preguntarse: «¿Por qué querrá alguien que es perfecto y que quita el pecado del mundo participar de una ceremonia que simboliza apartarse del pecado?» Jesús le explicó con paciencia a Juan que, aunque pudiera resultar confuso, debía ser bautizado para que «cumplamos toda justicia».
¿Qué quiso decir con eso? Simplemente que el bautismo de Juan era de Dios, que lo había ordenado como un acto de justicia, un requisito de Dios. Y Jesús hizo todas las cosas que Dios declaraba que eran justas como parte de su total obediencia a su Padre.
El bautismo de Jesús también demostraba otras tres cosas relacionadas. En primer lugar, mostraba su disposición a identificarse con los pecadores a quienes vino a salvar. Como primera acción de su ministerio público, el Amigo de los pecadores se relacionó con los injustos, al someterse a un bautismo diseñado para pecadores.
En segundo lugar, su bautismo sirvió como símbolo de su muerte y resurrección. Prefiguró el acto final de su ministerio público, su crucifixión y su consiguiente victoria sobre la muerte.
Finalmente, el bautismo de Juan sirvió como una ceremonia de coronación, y como un adecuado comienzo para su obra pública. Cuando salió del agua, Dios Padre le comisionó con una voz del cielo. En palabras de Mateo: Y Jesús, después que fue bautizado, subió luego del agua; y he aquí los cielos le fueron abiertos, y vio al Espíritu de Dios que descendía como paloma, y venía sobre él. Y hubo una voz de los cielos, que decía: Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia. (Mateo 3.16-17)
Para Jesús, su bautismo marcó el comienzo de su ministerio de predicación. Para Juan, fue el clímax de la tarea que había recibido de Dios.
El fiel precursor había cumplido su misión de proclamar la venida de Cristo y preparar el camino para su llegada. Tras este punto, Juan buscó intencionadamente desarrollar un papel decreciente al señalar a la gente que se alejarán de él y se acercarán a Jesucristo.
Alentó a sus discípulos a convertirse en seguidores de Jesús (Juan 1.34-36); y cuando algunos de sus otros discípulos tuvieron celos de la popularidad de Jesús, Juan les dijo: Vosotros mismos me sois testigos de que dije: Yo no soy el Cristo, sino que soy enviado delante de Él. El que tiene la esposa, es el esposo; mas el amigo del esposo, que está a su lado y le oye, se goza grandemente de la voz del esposo; así pues, este mi gozo está cumplido. Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe. (Juan 3.28-30)
Sin ningún deseo de competir con Cristo, Juan gozosamente le dio paso a Él. Había cumplido su llamado, por lo que pasó a un segundo plano, después a la prisión y a la muerte.
CONTINUARA NO TE LA PIERDAS.






