Por John MacArthur

LOS ÚLTIMOS DÍAS DE JUAN EL BAUTISTA
Desde una perspectiva terrenal, la vida y la carrera de Juan terminaron en desastre. Había sido un profeta celoso y valiente, que cumplió fielmente su función y proclamó con valentía exactamente lo que Dios le había llamado a decir.
Tuvo la valentía de confrontar, pero su firme compromiso con el Señor le llevó a sufrir la prisión.
Fue así. Mientras visitaba Roma, Herodes Antipas, que gobernaba Galilea para los italianos, sedujo a una mujer casada llamada Herodías.
Para empeorar las cosas, ella era de su propia familia: esposa de su hermano Felipe. Cuando regresó a Galilea, Herodes se divorció de su esposa y se casó con Herodías, cometiendo así tanto adulterio como incesto. Juan el Bautista, como predicador directo que confrontaba el pecado, expuso con franqueza la grave inmoralidad de Herodes.
Este se vengó haciendo que arrestaran a Juan y le metieran en prisión. De no haber sido por la popularidad de Juan entre el pueblo, a la cual temía Herodes, el malvado gobernante le habría matado de inmediato (Mateo 14.5).
El duro profeta fue conducido a una antigua fortaleza en Maqueronte, situada en una región desértica y desolada cerca del mar Muerto. Cambiando la libertad del desierto por un pequeño agujero, sufrió largos meses de vergüenza, tormento físico y soledad.
Cuando escuchaba noticias acerca de Jesús, se quedaba perplejo. Al igual que los demás judíos de esa época, Juan esperaba que el Mesías estableciera el reino terrenal de justicia y paz que habían prometido los profetas. (Aunque Cristo establecerá su reino milenial en su regreso, ese no fue el propósito de su primera venida.)
En vez de eso, Jesús estaba llevando a cabo un ministerio de sanidad, no de juicio, y se había establecido en Galilea, lejos de Jerusalén, la ciudad del Rey.
Estaba con los marginados y la gente común, y los líderes le odiaban. Juan se preguntaba si habría entendido mal los planes de Jesús. Y así, después de un año aproximadamente, Juan envió a dos de sus discípulos a preguntarle a Jesús: «¿Eres tú aquel que había de venir, o esperaremos a otro?» (Mateo 11.3).
Sin lugar a duda, Juan era un verdadero creyente en el Señor Jesús y un profeta leal de Dios que había demostrado ser fiel. Cuando bautizaba a Jesús, Juan escuchó a Dios Padre declarar deforma audible que Jesús era su Hijo amado, y fue testigo del descenso del Espíritu Santo sobre El.
Aún estando en prisión, escuchó del poder milagroso de Jesús. Sin embargo, quizá cuestionando las difíciles circunstancias que seguía soportando, preguntándose por qué Jesús no había establecido aún su reino, Juan se quedó un tanto confuso.
Pero él sabía dónde acudir para buscar respuestas a sus preguntas. Envió a sus discípulos a Jesús para clarificar asegurarse de que Él era el Cristo. Con compasión y amabilidad Jesús le respondió gratamente, diciendo a los discípulos de Juan:
Id, y haced saber a Juan las cosas que oís y veis. Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio; y bienaventurado es el que no halle tropiezo en mí. (Mateo 11.4-6)
Las palabras de Jesús no eran una reprensión, sino más bien una confirmación amorosa de su verdadera identidad.
Al parecer, Cristo hizo esos milagros en presencia de los discípulos de Juan para que pudieran informarle que lo que habían visto personalmente era prueba de que sin duda Él era el Mesías.
Esa era la esperanza que Juan quería que se confirmase, incluso si el plan para el reino de Cristo era diferente del que Juan había esperado.
Los discípulos de Juan llevaron las noticias de lo que habían visto al encarcelado profeta.
Aunque las Escrituras no nos dicen lo que ocurrió, la implicación es que el mensaje de Jesús tuvo el efecto deseado. Las preguntas de Juan recibieron respuesta y sus preocupaciones se disiparon. Aunque las circunstancias de Juan no cambiaron y pronto fue ejecutado, la respuesta de Jesús fue suficiente para animarle y renovar su fe y su confianza. Después de la decapitación de Juan a manos de Herodes, «llegaron sus discípulos, y tomaron el cuerpo y lo enterraron; y fueron y dieron las nuevas a Jesús» (Mateo 14.12).
Fueron a Jesús porque sabían que El querría enterarse de la muerte del mayor profeta que jamás existió y de su fiel heraldo.
UNA GRANDEZA COMO LA DE JUAN
De todos los héroes de la historia de Israel, Juan el Bautista, aunque era el más grande, también fue uno de los más inconcebibles.
Ya hemos destacado algunas de las características que le hicieron ser único: su extraordinario nacimiento, su crianza en el desierto, su vestimenta excéntrica, su dieta exótica, su fiera predicación y su ministerio bautismal. Juan no poseía ninguna demlas cualidades que la sociedad normalmente asocia con la grandeza.
No era como ningún otro de los líderes religiosos o políticos de su época. Sin embargo, Dios le escogió para cumplir el mayor de los privilegios de cualquier persona religiosa que hubiera vivido jamás. A lo largo de su vida, Juan exhibió una humildad genuina, una devoción apasionada por la revelación de Dios y un enfoque centrado en Cristo. Por esas razones, es bien considerado como un gran héroe de la fe.
Desde el punto de vista del mundo no consiguió nada de valor duradero. Al contrario, fue odiado, menospreciado y decapitado por sus enemigos. Pero en términos de aprobación divina y privilegio, nadie había recibido jamás un llamado más honorable que Juan. Como muchos de los otros héroes de la fe, el leal servicio de Juan a Dios finalmente le costó la vida. El libro de Hebreos dice que muchos de los profetas del Antiguo Testamento fueron:
…atormentados, no aceptando el rescate, a fin de obtener mejor resurrección. Otros experimentaron vituperios y azotes, y a más de esto prisiones y cárceles. Fueron apedreados, aserrados, puestos a prueba, muertos a filo de espada; anduvieron de acá para allá cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, pobres, angustiados, maltratados; de los cuales el mundo no era digno; errando por los desiertos, por los montes, por las cuevas y por las cavernas de la tierra. (Hebreos 11.35-38)
Como el último y mayor de los profetas del Antiguo Testamento, el ministerio de Juan terminó de modo similar en martirio. Sin embargo, el legado de su fidelidad resplandece con tanto brillo como el de todos los que le precedieron y nos recuerda cómo se mide la verdadera grandeza.
Puede que sea una conmoción para nuestra sociedad superficial saber que la grandeza no se define en términos de logros humanos, proezas atléticas, ganancia financiera, poder político o fama. En cambio, se mide por cómo una persona se relaciona con la obra de Jesucristo. Juan el Bautista fue grande debido a su proximidad con el Mesías. Igualmente, para nosotros, la verdadera grandeza se encuentra en reconocer fielmente al Salvador.
Se extrae de nuestra relación con aquel que es mucho mayor que Juan: el Señor Jesucristo. En Mateo 11.11, después de destacar la increíble grandeza de Juan el Bautista, Jesús prosiguió para destacar un gráfico punto espiritual.
El Señor explicó que «el más pequeño en el reino de los cielos, mayor es que él [Juan}».
Al decir eso, Jesús no estaba haciendo de menos la estatura de Juan; más bien estaba enfatizando el privilegio espiritual que disfrutan todos los creyentes del Nuevo Testamento. Juan fue mayor que los profetas del Antiguo Testamento porque participó personalmente en el cumplimiento de lo que ellos simplemente habían anticipado desde la distancia (p. 1 Pedro 1.10-11).
Pero todos los creyentes después de la cruz y la resurrección disfrutan de un privilegio aun mayor, porque participamos del pleno entendimiento de la experiencia de algo que Juan solamente anticipó: la obra expiatoria de Cristo.
A nuestra llegada al cielo, nuestro privilegio se elevará infinitamente, así como el de Juan. Allí, nuestra fe se cumplirá y nuestra esperanza se materializará cuando alabemos a nuestro Salvador cara a cara. La particular grandeza de Juan tenía que ver con su función en la historia humana.
En términos de herencia espiritual, sin embargo, incluso la grandeza terrenal de Juan no se puede comparar con lo que él y cada creyente disfrutarán en la gloria del cielo. Un día nos encontraremos con Juan, y disfrutaremos con él eternamente adorando al Salvador cuya venida él proclamó tan fielmente: Jesucristo, el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.





