Por John MacArthur

SU VIAJE A LA TIERRA DE LA PROMESA
Al parecer, Dios le habló a Abraham cuando todavía era un hombre joven que vivía en Ur, diciéndole: « Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré» (Génesis 12.1).
Abraham obedeció y Hebreos 11.8 expresamente lo elogia por su obediencia: «Por la fe Abraham, siendo llamado, obedeció para salir al lugar que había de recibir como herencia; y salió sin saber a dónde iba».
Pero el viaje era largo y lento. Pareciera que Abraham no se separó de inmediato de su familia y de la casa de su padre. En vez de eso, llevó a su padre consigo. Es posible que al principio se haya sentido algo reticente a cortar de inmediato los lazos familiares. De hecho, por el modo como la Escritura relata la primera etapa del movimiento desde Ur de los Caldeos, pareciera que el padre de Abraham, Taré, todavía estaba actuando como cabeza de toda la familia: «Y tomó Taré a Abram su hijo, y a Lot hijo de Harán, hijo de su hijo, y a Sarai su nuera, mujer de Abram su hijo, y salió con ellos de Ur de los caldeos, para ir a la tierra de Canaán; y vinieron hasta Harán, y se quedaron allí» (Génesis 11.31).
Evidentemente, Taré estaba todavía a cargo. La Escritura lo presenta como el jefe del viaje, con Abraham, Sara y Lot tras él. Pero la primera etapa del viaje los llevó hasta Harán, aproximadamente unos 1.100 kilómetros hacia el noroeste, siguiendo el curso del Eufrates. Quizás Taré era demasiado viejo para seguir viajando. No sabemos cuánto tiempo Abraham y Sara se quedaron en Harán.
Pero no continuaron sino hasta que murió Taré, algún tiempo después. La Escritura dice que Taré tenía más de doscientos años cuando murió, y Abraham era de setenta y cinco cuando finalmente partió de Harán hacia la tierra prometida. Eso quiere decir que Sara tenía sesenta y cinco, justo la edad en que la mayoría de las personas piensa que es la ideal para jubilarse.
Sara de ninguna manera era joven, siquiera para el esquema de la era patriarcal, cuando las personas vivían mucho más tiempo y permanecían ágiles, sanos y vigorosos aún pasados los sesenta.
La vida de un nómada podía ser difícil para alguien de sesenta y cinco. Y sin embargo no hay ninguna señal de que ella se mostrara reticente o de mala voluntad para ir con Abraham a una tierra que ninguno de ellos había visto jamás. De hecho, lo que sabemos de Sara nos indica que lejos de quejarse, fue con Abraham con entusiasmo, ansiosa y gustosamente.
Era absoluta y totalmente devota de su marido. Sabiendo que Dios quería hacerlo padre de una gran nación, su mayor anhelo era dar a luz al niño que pondría en acción todo ese proceso.
Al dejar Harán después de enterrar a su padre, Abraham aún tenía una enorme caravana. La Escritura nos dice que, «Tomó, pues, Abram a Sarai su mujer, y a Lot hijo de su hermano, y todos sus bienes que habían ganado y las personas que habían adquirido en Harán, y salieron para ir a tierra de Canaán; y a tierra de Canaán llegaron» (Génesis 12.5).
Este relato sugiere que la etapa final del viaje para Canaán fue sin interrupciones. Fueron 563 kilómetros a pie (más de mil seiscientos kilómetros desde Ur). Con una caravana grande, avanzando entre ocho y diez millas como promedio diario, el viaje entre Harán y Canaán debe haber durado aproximadamente unas seis o siete semanas.
Al parecer, Abraham no se detuvo sino hasta haber llegado a Betel, una área fértil con abundantes manantiales Su primer acto allí fue levantar un altar de piedra. En ese momento, el Señor se le apareció. Amplió su promesa original, añadiendo que daría toda la tierra que lo rodeaba a sus descendientes.
Y, aunque Abraham y Sara permanecieron como nómades y errantes por el resto de sus días, este lugar y altar representó su ancla. (Este fue el mismo lugar donde su nieto, Jacob, sería visitado por Jehová después, y donde tuvo el famoso sueño
con una escalera que llegaba hasta el cielo.) Pero las circunstancias forzaron a Abraham a seguirse moviendo hacia el sur. «Hubo entonces hambre en la tierra, y descendió Abram a Egipto para morar allá; porque era grande el hambre en la tierra» (Génesis 12.10).Allí fue donde, por primera vez, Abraham trató de hacer pasar a Sara como su hermana.
Hizo esto por temor de que si el faraón sabía que ella era su esposa, lo mataría para obtener a Sara. Aquí vaciló la gran fe de Abraham. Sucumbió por miedo a los hombres. Si él hubiera simplemente confiado en Dios, el Señor habría protegido a Sara (como lo hizo de todos modos).
Pero la Escritura dice que aún antes de entrar en Egipto, Abraham discutió con Sara sobre los peligros de este lugar para un hombre con una mujer hermosa. «Cuando te vean los egipcios, dirán: Su mujer es; y me matarán a mí, y a ti te reservarán la vida» le dijo (Génesis 12.12). Y así, ante la sugerencia de Abraham, ella aceptó pasar como su hermana (v.13). Los motivos de Abraham fueron egoístas y cobardes, y la escena refleja una seria debilidad en su fe. Pero la dedicación de Sara para con su marido es, no obstante, loable y Dios la honró por eso.
Los guardias la vieron, le advirtieron al faraón de su presencia y la llevaron al palacio. La Escritura dice que el faraón demostró favor por su «hermano» Abraham, a causa de Sara, prodigándole ganados, al parecer con la expectativa de pedir su mano en matrimonio (v. 16). Mientras tanto, por la providencia de Dios, el faraón no la violó (v. 19). Y para asegurarse que no lo hiciera, el Señor hirió su casa con «grandes plagas» (v. 17). De algún modo el faraón descubrió la razón de las pestes, y confrontó a Abraham por este engaño, expulsando al patriarca y a su esposa de Egipto (Génesis12.19-20). No obstante, preocupado por asuntos más urgentes, no hizo daño a ninguno de ellos, y cuando Abraham dejó Egipto, la predilección del faraón por Sara hizo de él un hombre muy rico (Génesis 13.22). Él y Sara volvieron a Betel, «al lugar del altar que había hecho allí antes; e invocó allí Abram el nombre de Jehová» (Génesis 13.4).
De ahora en adelante, el Señor mismo sería su morada. Juntos habitarían como extranjeros «en la tierra prometida como en tierra ajena, morando en tiendas… porque esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios» (Hebreos11.9-10).
Esto resume mejor que ningún otro relato la vida terrenal que Sara heredó cuando decidió por fe seguir a su marido: todas las contrariedades terrenales fueron mitigadas por la promesa de bendición eterna.
SU ANHELO POR LA BENDICIÓN PROMETIDA
Recuerde: Abraham y Sara provenían de un entorno urbano. No eran, como se presume comúnmente, nómades o beduinos que deambularon de allá para acá y de aquí para allá durante toda su vida porque era lo único que conocían.
Mantenga en mente que no partieron de viaje sino hasta cuando Abraham estaba en la mitad de los setenta y Sara era solo una década menor. La vida errante no era algo a lo que Sara estuviese acostumbrada; era algo que debió aprender a aceptar.
¿Qué fue lo que dio energía a la buena voluntad de Sara para dejar por completo su entorno familiar, romper los lazos con su familia y comprometerse a una vida errante sin raíces? Nótese la naturaleza de la vasta promesa de Dios a Abraham: «Y haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás b a los que te bendijeren, y a los que te maldijeren maldeciré; y serán benditas en ti todas las familias de la tierra» (Génesis 12.2-3).
Esa es la primera pista oficial que tenemos del pacto abrahámico, una promesa formal de Dios para con Abraham y su descendencia para siempre. La promesa de Dios era incondicional y literalmente ilimitada en el alcance de su bendición. Dios bendice a Abraham, haciéndolo a la vez a él una bendición para todo el mundo (Gálatas 3.9-14). Pero la bendición prometida tenía implicaciones eternas.
En otras palabras, la redención del pecado y los medios de la salvación del juicio divino eran parte y fondo de la promesa (Gálatas 3.8, 16-17). Sara comprendió esa promesa. De acuerdo con la Escritura, lo creyó. Sabemos sin discusión, desde una perspectiva neotestamentaria, que el pacto de Dios con Abraham, fue una afirmación de la misma promesa mesiánica que Dios, ya había hecho a Eva en el jardín, cuando le dijo que su simiente aplastaría la cabeza de la serpiente. Como Cristo es la Simiente de la mujer que derrota a la serpiente, Él es también la Simiente de Abraham mediante la cual todo el mundo sería bendecido. Pablo escribió: «Ahora bien, a Abraham fueron hechas las promesas, y a su simiente. No dice: Y a las simientes, como si hablase de muchos, sino como de uno: Y a tu simiente, la cual es Cristo» (Gálatas 3.16).
Esta misma promesa es el tema central que se extiende a través de toda la Escritura, desde Génesis 3, a su cumplimiento final en los últimos capítulos del libro de Apocalipsis.
Abraham fue el conducto humano a través del cual, el mundo vería la grandeza del plan redentor de Dios. Él comprendió eso. Sara también lo comprendió y lo aceptó. «Por la fe también la misma Sara, siendo estéril, recibió fuerza para concebir; y dio a luz aun fuera del tiempo de la edad, porque creyó que era fiel quien lo había prometido» (Hebreos 11.11).
Pero, a pesar de su fe, ella sabía desde una perspectiva humana que los muchos años de esterilidad se cernían como una amenaza para la satisfacción de la promesa de Dios. Sara debe haber ponderado esto constantemente, y con el tiempo, el peso de su carga iba en aumento. Pero Dios se guardó de darle razones para su esperanza. En Génesis 15.7-21, Jehová repitió y amplió su promesa a Abraham, ratificando formalmente el pacto.
Es significativo que el versículo 12 dice que un sueño profundo cayó sobre Abraham; entonces el Señor por su propia mano llevó a cabo la ceremonia del pacto. (A propósito, la palabra hebrea usada en el versículo 12 es la misma que describe el «profundo sueño» en el que cayó Adán cuando el Señor le sacó la costilla para hacer a Eva.) Este detalle sobre el sueño de Abraham se da para destacar que el pacto fue totalmente incondicional. El acuerdo fue la promesa unilateral de Dios a Abraham acerca de lo que El, Jehová, haría. No hubo ninguna demanda, ni de Abraham, ni de Sara. Fue un pacto completamente unilateral. Si Sara se hubiera dado cuenta de esa verdad y la hubiera aceptado, su pesada carga le habría sido quitada en un instante.
SU DESATINO EN EL CASO AGAR
En lugar de eso, Sara asumió la responsabilidad de idear un plan que era tan desacertado y tan carnal, que haría que lo lamentara por el resto de sus días. Como era previsible, las consecuencias malignas de ese acto tuvieron increíbles repercusiones de largo alcance.
Claramente, algunas de las tensiones que vemos hoy en Medio Oriente, tienen sus raíces en el audaz truco de Sara, para tratar de inventar una solución humana a su dilema. Tratando de ser justos, tenemos que reconocer que desde un punto de vista puramente humano, es comprensible que Sara perdiera las esperanzas. Habían pasado diez infructuosos años desde que Abraham y Sara habían llegado a Canaán (Génesis 16.3).
Sara tenía ahora setenta y cinco años, era posmenopáusica, y aún sin hijos. Si Dios planeaba hacerla la madre del heredero de Abraham, ¿por qué no lo había hecho ya? Era natural que pensara que Dios estaba reteniendo sus hijos deliberadamente. Como de hecho lo fue.
Cuando vino el tiempo para que su promesa se cumpliera, nadie pudo negar que ésta era efectivamente la obra de Dios. Su plan era que Sara tuviera su primer niño en la vejez, una vez que se hubiera agotado toda posibilidad natural del cumplimiento de la profecía, y después que todas las razones terrenales para la esperanza estuvieran totalmente muertas.
Así, Jehová desplegaría su poder. Pero cuando consideró sus circunstancias, Sara concluyó que un tipo de paternidad sustitutiva sería la única solución posible para su problema. Si la promesa de Dios a Abraham iba a cumplirse, Abraham tenía que procrear hijos por cualquier medio. Así Sara tomó para sí, la tarea de idear el cumplimiento de la promesa divina.
Inconscientemente asumió el papel de Dios. Sara tenía una criada llamada Agar, que había adquirido durante su estada en Egipto. Sara pensó que puesto que ella era su dueña, si Abraham procreaba un niño en Agar, éste sería de hecho un niño suyo. «Dijo entonces Sarai a Abram: Ya ves que Jehová me ha hecho estéril; te ruego, pues, que te llegues a mi sierva; quizá tendré hijos de ella. Y atendió Abram al ruego de Sarai» (Génesis 16.2).
Este fue el primer caso de bigamia registrado en la Escritura que involucra a un hombre justo. El verdadero primer bígamo del relato bíblico fue Lamec (Génesis 4.19), un descendiente malo de Caín. (No confundir con el otro Lamec de Génesis 5.25-29 padre de Noé y descendiente por la línea de Set. Ante la sugerencia de su esposa, Abraham tomó una concubina. «Y Sarai mujer de Abram tomó a Agar su sierva egipcia, al cabo de diez años que había habitado Abram en la tierra de Canaán, y la dio por mujer a Abram su marido» (Génesis 16.3).
Esto constituyó un lamentable precedente para el patriarca de la nación que se iba a crear. En las próximas generaciones, Jacob sería engañado por su tío al casarlo tanto con Lea como con Raquel (29.23-31); David tomaría concubinas (2 Samuel 5.13); y Salomón llevaría la poligamia a un extremo casi increíble llegando a mantener un harén de más de mil mujeres (1 Reves 11.1-3).
No obstante, el diseño de Dios para el matrimonio fue desde el principio la monogamia. «Por esto el hombre dejará padre y madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne» (Mateo 19.4-5, énfasis añadido). Del mismo modo, Pablo aclaró cuál es, para Dios, el ideal del matrimonio: «Cada uno tenga su propia mujer, y cada una tenga su propio marido (1 Corintios 7.2, énfasis añadido).
La desobediencia a ese precepto siempre ha tenido consecuencias funestas. La poligamia en el corazón de David lo llevó a pecar con Betsabé. Los flirteos maritales de Salomón destruyeron y dividieron su reino (1 Reyes 11.4).
Nada bueno ha venido nunca del quebrantamiento del principio monógamo «una sola carne». La unión de Abraham con Agar ciertamente no es la excepción. Tan pronto como Agar concibió, Sara supo que había sido un grave error.
Agar se puso arrogante e irrespetuosa con Sara: «Y cuando vio que había concebido, miraba con desprecio a su señora» (Génesis 16.4). Aquí, entonces, vemos el primer estallido del temperamento de Sara. «Entonces Sarai dijo a Abram: Mi afrenta sea sobre ti; yo te di mi sierva por mujer, y viéndose encinta, me mira con desprecio; juzgue Jehová entre tú y yo» (Génesis 16.5).
Es cierto que Sara estaba siendo irracional. Todo este plan sórdido fue, después de todo, su gran idea. Sí. Como cabeza espiritual de la familia, Abraham debió haber rechazado el plan de Sara, pero a pesar de eso no podía echársele toda la culpa a él. Por otro lado, era cierto que Agar provocaba a Sara deliberadamente. Su trato insolente para con su señora no tenía excusa. Sin duda, Agar sabía muy bien el extremo dolor que sentía Sara por su esterilidad. Ahora estaba de adrede poniendo sal en la herida. Puesto que Agar era la criada y Sara la señora, ésta era la más descarada clase de atrevimiento deliberado. Una sección del libro de Proverbios trata precisamente esta situación: Por tres cosas se alborota la tierra, Y la cuarta ella no puede sufrir:Por el siervo cuando reina; por el necio cuando se sacia de pan; por la mujer odiada cuando se casa; y por la sierva cuando hereda a su señora (Proverbios 30.21-23).
La verdad, sin embargo, es que cada participante en este asunto fue culpable y todos terminaron cosechando el amargo fruto que habían sembrado. Abraham reconoció la legitimidad de la queja de Sara. Podría haber sido sabio para actuar como arbitro y buscar una solución justa para ambas mujeres. Pero dada la disposición de Sara en ese momento, hizo lo que la mayoría de los maridos haría y dejó que Sara se las arreglara con Agar a su modo. «Y respondió Abram a Sarai: He aquí, tu sierva está en tu mano; haz con ella lo que bien te parezca» (Génesis 16.6).
Para comprender la extrema frustración de Sara, sigamos a Agar por un momento. Note primero que aunque Sara trató con crueldad a su sierva, el Señor mostró gracia extrema para con esta. El Angel del Señor la buscó. Con toda probabilidad, éste no era ningún ángel creado, sino una manifestación visible de Jehová mismo en forma angelical o humana. (Me inclino a pensar que este ángel era en realidad el Hijo de Dios pre encarnado. Encontramos al mismo ángel varias veces en el Antiguo Testamento, incluyendo Génesis 22.11-18; Éxodo 3.2-5 y 1 Reyes 19.5-7.) Nótese que se dirigió a Agar en primera persona, como Jehová, y no en tercera persona, como un mensajero angelical que hablaba sobre lo que Jehová haría. Sus palabras para Agar fueron gentiles y llenas de misericordia.
Primero le preguntó de dónde venía y hacia dónde iba. Se refirió a ella directamente como «Agar, sierva de Sarai», para dejar muy en claro quien era y recordarle su deber. Luego, para hacer esto explícito, cuando Agar respondió con sinceridad, el Ángel le dijo: «Vuélvete a tu señora, y ponte sumisa bajo su mano» (Génesis 16.9).
Como criada obligada legalmente, no tenía derecho a huir, por lo que tuvo que volver y obedecer en humildad. El Ángel, entonces, hizo una promesa asombrosa, que Agar jamás habría pensado en solicitar: «Multiplicaré tanto tu descendencia, que no podrá ser contada a causa de la multitud» (Génesis 16.10). Proféticamente, le describía a su hijo no nacido, diciendo que lo llamaría Ismael y que sería fiero viviendo en medio de sus hermanos (16.12). Ella, en cambio, lo reconoció por un nombre único: «El-Roi» o «el Dios que ve», en referencia al ojo omnisciente que la siguió y la vio incluso cuando trató de esconderse (16.13).
Piense en esto, sin embargo: Sara nunca había recibido tal promesa de Dios. La fe de Sara residía en las promesas que Dios había hecho a Abraham. Es más, Sara nunca había sido nombrada en el pacto que Dios hizo con Abraham.
Dios ya había confirmado su promesa a Abraham al menos en tres ocasiones: Primero, le dijo que sería el padre de una gran nación (12.3); luego, le prometió que su simiente sería tan numerosa como el polvo de la tierra: «Y haré tu descendencia como el polvo de la tierra; que si alguno puede contar el polvo de la tierra, también tu descendencia será contada » (Génesis 13.16).
Cuando Abraham recordó al Señor que todavía carecía de un legítimo heredero, Dios volvió a prometer que la simiente de Abraham sería de tal cantidad como las estrellas delcielo (15.1-6). En ninguna de esas ocasiones Dios dijo expresamente que Sara sería la madre de la nación en cuestión.
Esa era su esperanza y su expectativa. Pero el episodio con Agar muestra que la esperanza de Sara estaba empezando a decaer. Se estaba desalentando gradualmente.





