¿ Por Qué Mataron A Sócrates ?

Sócrates, el mejor filósofo de todos los tiempos, fue en realidad el hombre más odiado de Atenas. 

Fue acusado de crueldad y corrupción de los jóvenes. 

La corte popular, Elia, lo condenó a muerte: y Sócrates, una de las mentes más brillantes de la historia, murió bebiendo un dobladillo.

 ¿Pero por qué tanto hype?

Aparentemente Sócrates no estaba haciendo nada peligroso: 

hizo preguntas, habló con cualquiera, con nobles, con ciudadanos comunes, con jóvenes.

 Pero sus preguntas, en su franqueza, en su simplicidad demolieron las certezas de sus interlocutores, obligándolos a consolarse con el vacío de sus propias certezas, con la incoherencia de su razonamiento. 

Les enseñaron a dudar.

Sócrates era un personaje demasiado incómodo con las dudas que inculcó.

 Tuvo la audacia de exponer a políticos corruptos y falsos maestros que, creyendo que saben, presumen falsas verdades y falsos conocimientos. 

Por eso fue condenado a muerte. Era una amenaza para el status quo, un peligro que debe ser eliminado.

Durante el proceso, Sócrates no quiso arrepentirse ni rogar por clemencia. 

Se negó incluso a pedir ayuda de un orador (antisignales de nuestros abogados). ¿Por qué? Porque según Sócrates:

 «No puedes usar tu arte retórico jugando con palabras, encantando a la multitud, tal vez mintiendo, incluso si mi vida está en juego. « La inteligencia es incómoda, esto nos enseña el proceso contra Sócrates. 

Las masas quieren ilusiones y no verdad, quieren ser halagados en pocas palabras. 

Los hombres inteligentes son avergonzados.

Están prohibidos, ostracizados, despreciados, porque turban el sueño de las masas, cuestionan la autoridad, revelan los engaños de las instituciones.

Después de una infancia soleada, diluvió sobre la juventud de mi abuela. Llegó en 1937 a San Sebastián, estrenando los 18 años en un país en guerra, con una sencilla maleta de cartón como equipaje. Sólo tenía un par de zapatos, la garantía de poder ir a trabajar cada mañana. Muchos años después, aún recordaba el miedo diario a que su calzado no resistiese los arañazos de la lluvia del norte. Llevarlos al zapatero suponía encerrarse en casa varios días y, quizá, perder su empleo. No había recambio: el edificio entero de la vida dependía de la firmeza de aquellas suelas gastadas. Nunca olvidó el frío lametón del agua que amenazaba el cuero de sus únicos zapatos […]

Tiempo después, leyendo a Natalia Ginzburg comprendí mejor a mi abuela. La guerra era otra, pero la experiencia sonaba idéntica. Su marido, Leone, era un profesor judío opuesto al régimen de Mussolini.

En 1944 lo detuvo la Gestapo y murió en una cárcel romana tras ser torturado. Natalia permaneció en la capital, y a esta etapa se refieren sus recuerdos de desamparo, el escalofrío del empedrado bajo las suelas. En Las pequeñas virtudes escribe: “Este año, aquí en Roma, he estado sola por primera vez. Por la mañana, cuando me levanto, mis zapatos rotos me esperan sobre la alfombra. Sé lo que pasa cuando llueve, y las piernas están desnudas y mojadas, y en los zapatos entra el agua, y entonces se oye ese pequeño ruido a cada paso, esa especie de chapoteo” […]

En nuestros tiempos ávidos, la sed de beneficios conduce a la obsesión por abaratar costes a toda costa, a lucrarse haciendo mal las cosas. Pero la palabra beneficio es la suma de bene y facere, es decir, hacer bien. Cuando lo permanente es una especie en peligro de extinción, podemos volver la mirada a quienes –cerca, muy cerca– trabajan duro para crear lo que perdura, la labor forjada con pericia y esmero, ese par de zapatos que nos permitirá afrontar el invierno lluvioso.

Autor Desconocido

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