Por John Macarthur
Segunda Parte

EN ESPERA DE LA LIBERACIÓN
Durante esos años, Miriam compartió la vida familiar con su hermanito mientras él crecía y se hacía un joven. Su otro hermano, Aarón, era tres años mayor que Moisés. Juntos, los tres hijos aprendieron sobre Dios y su historia familiar, y también sobre su futuro.
A Moisés en particular le recordarían que el Señor tenía planes únicos para su vida. Los tres hijos un día serían usados juntos por Dios en el éxodo de Israel de Egipto.
Cuando llegó el día en que Moisés tuvo que irse al palacio, Miriam sin duda estuvo allí para decirle adiós. Ella había vigilado la canasta de Moisés que flotaba desde lejos cuando él era un bebé; de forma similar, siguió observándole desde la distancia a medida que se hacía adulto, no como hijo de esclavos sino como un príncipe adoptado de Egipto. Mientras le vigilaba y esperaba, seguramente se preguntaría cuándo elevaría Dios a Moisés a la posición de libertador de su pueblo esclavizado en Egipto.
El relato bíblico no nos cuenta mucho sobre lo que hizo Moisés durante sus tiempos como príncipe egipcio. Hechos 7.22 simplemente dice que, además de tener una buena educación, era «poderoso en sus palabras y obras». Pero incluso siendo príncipe, nunca se olvidó de dónde provenía. Según Josefo, Moisés siguió identificándose con el pueblo hebreo hasta el punto de que muchos de los egipcios sospechaban de él, e incluso buscaban oportunidades para matarle.
En una ocasión, después de que Egipto recibiera el ataque de sus vecinos etíopes, el Faraón hizo a Moisés general de su ejército y le envió a luchar contra los invasores.
Según cuenta Josefo la historia, el Faraón vio aquí una oportunidad de ganar cualquiera que fuera el resultado. Si Moisés tenía éxito, los etíopes serían expulsados de la tierra, pero si Moisés fallaba, probablemente moriría, y por tanto desaparecería la amenaza que representaba.
Una vez más, el plan egipcio no tuvo su efecto deseado. Debido a alguna brillante estrategia del joven general, la campaña militar de Moisés fue un éxito rotundo; tanto que cuando regresó a casa, los nobles egipcios le temían más que antes.
La narrativa bíblica retoma la historia cuando Moisés tenía cuarenta años. Al haberse identificado con su pueblo nativo, Moisés:
salió a sus hermanos, y los vio en sus duras tareas, y observó a un egipcio que golpeaba a uno de los hebreos, sus hermanos.
Entonces miró a todas partes, y viendo que no parecía nadie, mató al egipcio y lo escondió en la arena. Al día siguiente salió y vio a dos hebreos que reñían; entonces dijo al que maltrataba al otro: ¿Por qué golpeas a tu prójimo? Y él respondió: ¿Quién te ha puesto a ti por príncipe y juez sobre nosotros? ¿Piensas matarme como mataste al egipcio? Entonces Moisés tuvo miedo, y dijo: Ciertamente esto ha sido descubierto. (Éxodo 2.11– 14)
Hechos 7.25 explica el motivo tras las aparentemente imprudentes acciones de Moisés. Al parecer, ya estaba deseoso de liberar a Israel. «Pero él pensaba que sus hermanos comprendían que Dios les daría libertad por mano suya; mas ellos no lo habían entendido así». Claramente, no era aún el tiempo de Dios, y el acto violento de Moisés al matar al capataz egipcio no se puede pasar por alto. Sin embargo, su celo era evidencia de su profunda identificación con el pueblo de Dios y su rechazo total de todo lo que Egipto le podía ofrecer (cp. Hebreos 11.24–26).
Cuando el Faraón supo lo que Moisés había hecho, intentó matarle. Si los egipcios ya sospechaban de Moisés, ese incidente confirmó claramente sus peores temores. Corriendo para salvar su vida, Moisés huyó a Madián, el lugar donde pasaría las siguientes cuatro décadas de su vida cuidando ovejas y siendo humillado y moldeado por Dios.
Durante todo ese tiempo, Miriam esperaba mientras su hermano ascendía a una posición de prominencia, pero luego huyó desacreditado y como un fugitivo.
Josefo nos dice que se casó con Hur, descendiente de Judá, y que juntos formaron una familia. Así como los padres de Miriam y sus dos hermanos habían sido instruidos por sus padres, ahora ella inculcó en sus hijos un deseo y una esperanza de liberación divina.
Moisés tenía cuarenta años cuando salió de Egipto, y pasó otros cuarenta en Madián, lo cual quiere decir que tenía ochenta años cuando finalmente regresó (Éxodo 7.7). Durante ocho largas décadas, Miriam estuvo esperando.
Ella siempre había sabido que Moisés era el libertador escogido por Dios; sin embargo, no sabía cuándo comenzaría la liberación. Cuando el Faraón que desterró a Moisés murió (Éxodo 2.23–25), su esperanza debió de haber comenzado a florecer. Seguro que su corazón se aceleró cuando Aarón le dijo que Dios le había dicho que fuera a reunirse con Moisés en el desierto (Éxodo 4.27).
Sin duda alguna, la emoción de Miriam creció cuando sus hermanos confrontaron por primera vez al Faraón y después con cada plaga sucesiva. Quizá se acordaba de ver a Moisés flotando en el Nilo, incluso cuando vio que el agua del poderoso río de Egipto se convertía en sangre (Éxodo 7.20–21). A medida que ranas, moscas, piojos, úlceras, granizo y langostas afligían a los egipcios, Miriam y sus compañeros hebreos, protegidos por Dios
en Gosén, debieron llenarse de asombro y de una creciente sensación de que el Señor finalmente había escuchado su súplica (Éxodo 3.7), por lo que su redención de la esclavitud estaba cercana.
Miriam y su familia habrían participado en la primera Pascua (Éxodo 12.1–28). Habrían matado un cordero y pintado los dinteles de su casa con la sangre tal como Moisés les indicó. Y habrían comido la carne y se habrían preparado para salir de Egipto apresuradamente. Habrían sido preservados del juicio de Dios cuando pasó el ángel de la muerte para matar a todo primogénito de Egipto.
Es difícil imaginase el júbilo que tendrían los hebreos al despertarse pronto la mañana siguiente con la noticia de que era el momento de irse.
Habían estado en Egipto un total de 430 años (Éxodo 12.41), y finalmente el Señor les estaba sacando de allí. Aunque el Faraón había desestimado continuamente las peticiones de Moisés y Aarón, incluso viendo las milagrosas plagas que Dios les había mandado, finalmente accedió e insistió en que los israelitas se fueran.
Después de muchos años de espera, como cumplimiento de las promesas divinas de años de antigüedad, Miriam y su pueblo al fin iban a ser liberados.
ADORACIÓN EN LA ORILLA
No es de extrañar, dado su historial, que el Faraón cambiara de opinión pocos días después de que los israelitas comenzaran su viaje fuera de Egipto.
Según Éxodo 14.5, «el corazón de Faraón y de sus siervos se volvió contra el pueblo, y dijeron: ¿Cómo hemos hecho esto de haber dejado ir a Israel, para que no nos sirva?» El rey duro de corazón juntó a su ejército y comenzó la persecución de sus antiguos esclavos.
El gran grupo de hebreos, compuesto por más de seiscientos mil hombres más las mujeres y los niños (Éxodo 12.37), se movía lenta pero metódicamente, siguiendo la dirección del Señor que les guiaba con una columna de nube de día y una columna de fuego de noche (Éxodo 13.21).
Pero el ejército egipcio pronto les alcanzó. Josefo dice que, además de los seiscientos carros escogidos (Éxodo 14.7), el ejército del Faraón estaba compuesto por cincuenta mil jinetes y doscientos mil soldados de a pie.
Con el mar Rojo a sus espaldas, el pueblo de Israel comenzó a tener pánico. Habiéndose olvidado rápidamente de los milagros que habían vivido y la asombrosa liberación de Egipto, comenzaron a quejarse contra Moisés por haberles sacado de allí, diciendo: «¿No había sepulcros en Egipto, que nos has sacado para que muramos en el desierto?… Porque mejor nos fuera servir a los egipcios, que morir nosotros en el desierto» (Éxodo 14.11–12).
Desde una perspectiva humana la situación ciertamente parecía nefasta. Los israelitas, desarmados y sin entrenamiento, no estaban preparados para ninguna batalla.
Contra ellos llegaba uno de los ejércitos más avanzados y eficaces del mundo antiguo: cientos de carros, miles de caballos y cientos de miles de soldados de a pie. Y ellos estaban totalmente atrapados contra el mar Rojo sin ninguna posibilidad de huir. La situación era desesperanzadora, por lo que el pueblo reaccionó con histérica desesperación.
Pero Moisés tenía más conocimiento. En medio de circunstancias imposibles, confió en la promesa de el que siempre hace su voluntad. Su respuesta al pueblo estaba llena de fe en el Señor: «No temáis; estad firmes, y ved la salvación que Jehová hará hoy con vosotros; porque los egipcios que hoy habéis visto, nunca más para siempre los veréis. Jehová peleará por vosotros, y vosotros estaréis tranquilos» (Éxodo 14.13–14).
Lo que ocurrió después se ha convertido en uno de los mayores clásicos de escuela dominical de todos los tiempos. Pero no debemos permitir que nuestra familiarización con la historia
nos aleje de la destacada naturaleza de lo que ocurrió. Dios movió la columna de nube entre el campamento hebreo y el campamento egipcio, manteniendo al ejército perseguidor en oscuridad mientras que proveía una vía de escape sobrenatural para su pueblo. Entonces, cuando Moisés extendió su mano hacia el mar, el Señor envió un viento fuerte que separó las aguas para proporcionar un camino de tierra seca por en medio para que cruzasen los israelitas.
La apertura del mar Rojo es probablemente uno de los milagros más conocidos de la Biblia, y de alguna forma, esta familiaridad podría nublar la realidad del masivo poder y orden del evento divino. Eso no es un cataclismo como esos que producen las computadoras en una película fantástica.
¡Eso ocurrió! Y ya sabemos que Dios trabaja muy bien con todas las formas de H2O; tan solo piense en la Creación (Génesis 1.1–7) y en el diluvio (Génesis 6—9).
Lo que sucedió es absolutamente asombroso: ¡que un océano de agua se separara en dos y apareciera un camino seco en medio!
Vastos muros de agua, cientos de metros de altura en cada lado y millas de una orilla a otra, flanquearon la vía de escape para los israelitas mientras huían libres de lodo hacia su seguridad en la lejana orilla.
Como eso es fácil para Dios, la descripción bíblica de ese evento asombroso es sorprendentemente natural. Éxodo 14.21–22 simplemente dice: «Hizo Jehová que el mar se retirase por recio viento oriental toda aquella noche; y volvió el mar en seco, y las aguas quedaron divididas. Entonces los hijos de Israel entraron por en medio del mar, en seco, teniendo las aguas como muro a su derecha y a su izquierda». De la forma más inesperada e impredecible, el Señor había convertido el terror del pueblo en triunfo.
Cuando el pueblo hebreo estaba a punto de llegar al otro lado, el Señor levantó la nube y los egipcios se dieron cuenta de que se
les escapaban. Aparentemente, las recientes plagas milagrosas que mataron a tantos enemigos de Israel en Egipto no resultaron ser educativas para los líderes o las tropas, porque inmediatamente comenzaron la persecución, dando como resultado lo que sería una de las decisiones militares más desastrosas que se hayan tomado jamás. Cuando los egipcios se adentraron en el mar, Dios hizo que se sintieran confusos y que sus carros navegaran con dificultad. Los perseguidores, dándose cuenta de que habían cometido un error mortal, comenzaron a temer: «Huyamos de delante de Israel, porque Jehová pelea por ellos contra los egipcios» (Éxodo 14.25).
¡Pero ya era un mal momento para pensar con claridad! Como si haber sido atrapados en el valle entre montañas de agua y en un caos total no fuera suficiente, su escapada se vio aun más obstaculizada con la llegada de una gran tormenta repentina (Salmo 77.17–19).
A esas alturas, los israelitas habían llegado sanos y salvos a la otra orilla. En ese momento, Dios ordenó a Moisés nuevamente que extendiera su mano hacia el mar.
Al hacerlo, los muros de agua se vinieron abajo con una violencia que no se había visto nunca en mar alguno. En un holocausto catastrófico, las aguas regresaron a su nivel normal para enterrar al poderoso y masivo ejército de Egipto como ratas ahogadas. «Y volvieron las aguas, y cubrieron los carros y la caballería, y todo el ejército de Faraón que había entrado tras ellos en el mar; no quedó de ellos ni uno» (Éxodo 14.28).
El Señor había rescatado a su pueblo, y cuando se encontraban en la otra orilla, viendo la destrucción de sus enemigos siendo aplastados y ahogados, los antiguos esclavos se quedaron anonadados.
Éxodo 14.31 dice que temieron al Señor y creyeron en Él. En base a lo que acababa de ocurrir, cualquier otra respuesta habría sido apropiada. Moisés les había dicho anteriormente que el Señor lucharía por ellos mientras lo verían en silencio (Éxodo 14.14). Allí estaban de pie, sanos y secos, sin habla y llenos de asombro, testigos del poder sobrenatural de su Dios.
Cuando pudieron recuperarse del impacto silencioso, todos estallaron de júbilo con un hermoso himno de alabanza. Ese himno, llamado el cántico de Moisés (Éxodo 15.1–18), ensalza el poder, la gloria y la supremacía de Dios. Las palabras declaran que no hay nadie como el Dios de Israel. Así que cantaron: «¿Quién como tú, oh Jehová, entre los dioses? ¿Quién como tú, magnífico en santidad, terrible en maravillosas hazañas, hacedor de prodigios?» (v. 11). La última línea de su himno resumía el corazón de su adoración: «Jehová reinará eternamente y para siempre» (v. 18).
¡En medio de esa asombrosa alabanza de júbilo es cuando aparece de nuevo Miriam! Ella, por supuesto, había estado allí todo el tiempo. Había visto la columna de nube cada día y la columna de fuego cada noche.
Había visto al ejército egipcio acercándose a lo lejos y sintió la ansiedad y el pánico de su pueblo. También había oído las palabras de confianza de su hermano en las promesas y el poder de Dios, y había caminado con el resto asombrada a través del mar. Hebreos 11.29 dice: «Por la fe pasaron el mar Rojo como por tierra seca».
Tuvieron que confiar en Dios en que las montañas de agua de mar no se desplomarían sobre ellos. Eso fue pura fe porque nadie había experimentado jamás un fenómeno semejante. Miriam vivió toda su existencia con la confiada expectativa de que Dios liberaría a Israel, usando a su hermano Moisés. Una vez tras otra había visto el asombroso poder de Dios en acción, pero aquello no tenía equivalente alguno. Los israelitas habían sido testigos del poder y la fidelidad el Señor, pero nunca de una forma tan increíble.
Como respuesta al himno de Moisés, Miriam dirigió a las mujeres de Israel en un gozoso estribillo de alabanza. Éxodo 15.20–21 resume su gozosa respuesta con estas palabras: «Y María la profetisa, hermana de Aarón [y de Moisés], tomó un pandero en su mano, y todas las mujeres salieron en pos de ella con panderos y danzas. Y María les respondía: Cantad a Jehová, porque en extremo se ha engrandecido; ha echado en el mar al caballo y al jinete».
Estos breves comentarios nos dan varios detalles fascinantes acerca del tipo de mujer en el que se había convertido Miriam.
En primer lugar, se le llama profetisa: alguien a quien Dios revelaba mensajes para la gente (cp. Números 12.2).
Es la primera mujer en la Biblia en recibir ese privilegio poco común. En todo el Antiguo Testamento, solo otras tres mujeres se describen de esta forma: Débora (Jueces 4.4), Hulda (2 Reyes 22.14) y la esposa de Isaías (Isaías 8.3). En segundo lugar, su mención en Éxodo 15 por encima de cualquier otra persona, hombre o mujer, nos sugiere que tuvo un papel estratégico (junto con sus hermanos Aarón y Moisés) en los eventos del éxodo.
El Señor mismo, hablando a través del profeta Miqueas, observó su prominencia cuando le dijo a Israel: «Porque yo te hice subir de la tierra de Egipto, y de la casa de servidumbre te redimí; y envié delante de ti a Moisés, a Aarón y a María» (Miqueas 6.4). En Éxodo 15, vemos su liderazgo en acción en particular con las mujeres de Israel, ya que estas la seguían.
En tercer lugar, y quizá lo más importante, estos versículos nos dan un destello del alma de Miriam, como alguien que adoraba al Señor con una sincera emoción. Como el cántico de Moisés que le precedió, el de Miriam se centró en el poder y la gloria de Dios.
Adoraba no solo con palabras y melodía, sino también con instrumentos y danza, y dirigió a otras para que se unieran a ella en acción de gracias, sentando un precedente para generaciones posteriores de mujeres israelitas (cp. 1 Samuel 18.6). Ochenta años antes, Miriam había visto al Señor liberar providencialmente a Moisés de las aguas del río Nilo llevándole bajo el cuidado de la familia del Faraón. En ese día, de nuevo experimentó la mano de liberación de Dios, cuando rescató a su pueblo de las aguas del mar Rojo y de las manos del ejército del Faraón. En ambos casos, el agua auguraba la muerte, y en ambos casos, Dios demostró su incomparable poder y su inagotable fidelidad hacia su pueblo y su promesa.
DEBILIDAD EN EL DESIERTO
Con épicas visiones de la experiencia del mar Rojo grabadas en sus mentes, los israelitas viajaron por el desierto hacia el monte Sinaí. Si el poder de Dios es asombroso, ¡también lo es la debilidad de la gente! Incluso con el recuerdo fresco del gran poder de Dios, el pueblo enseguida comenzó a quejarse. Cuando llegaron a Mara, se quejaron porque las únicas aguas que encontraron eran amargas y de sabor desagradable. Dios misericordiosamente transformó las aguas para que se pudieran beber (Éxodo 15.25).
Continuara la Tercera Parte el Próximo Sábado.
INDICE DE CRÓNICAS BÍBLICAS
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