No siempre hablar es pensar, ni siempre que se escucha se propicia una transformación
Para ambas cosas existen otros motivos, algunos de los cuales producen resultados contraproducentes, mucho menos valiosos e incluso peligrosos.
Está, por ejemplo, el tipo de conversación en el que alguien habla simplemente para establecer o confirmar su posición dentro de una jerarquía de dominación. Una persona empieza contando una anécdota a propósito de algo interesante que le ha sucedido ahora o hace tiempo, algo lo suficientemente bueno, malo o sorprendente como para que merezca la pena escuchar.
La otra persona, que ahora está preocupada por su estatus potencialmente subordinado en tanto que individuo menos interesante, piensa inmediatamente en algo mejor, peor o más sorprendente que contar. No me estoy refiriendo a una de esas situaciones en las que dos participantes de una conversación están desafiándose de verdad, desvariando sobre los mismos temas para su mutuo disfrute, así como para el de todos los que escuchan.
Aquí de lo que se trata es simplemente de competir por una posición. Es fácil identificar cuándo se produce este tipo de conversaciones porque suscitan cierto sentimiento de bochorno entre los interlocutores, así como a cualquier persona que sepa que se acaba de decir algo falso y exagerado.
Hay otra forma de conversación estrechamente relacionada con esta en la que ninguno de los hablantes escucha en absoluto al otro. En lugar de ello, cada uno utiliza el tiempo que emplea la otra persona en hablar para rebuscar lo que va a decir a continuación, algo que probablemente esté fuera de lugar porque, al esperar con ansia su turno para volver a intervenir, no ha escuchado.
Esto es algo que normalmente detiene en seco todo el tren que forma la conversación. Llegados a este punto, las personas que iban montadas en los vagones cuando se produjo el choque normalmente permanecen en silencio, quizá se miran con cierto rubor, hasta que todos se van o a alguien se le ocurre algo ingenioso y consigue recomponer el estropicio.
También está la conversación en la que uno de los participantes intenta conseguir que su punto de vista se alce con la victoria. Se trata de otra variante de la conversación de dominación y jerarquía. Durante este tipo de conversaciones, que suelen aproximar sea cuestiones ideológicas, la persona que posee el turno de palabra:
1) se esfuerza poder denigrar o ridiculizar el punto de vista de cualquiera que mantenga una postura distinta ala suya; 2) utiliza para ello pruebas cuidadosamente seleccionadas; y 3) impresiona a los interlocutores, muchos de los cuales comparten su mismo espacio ideológico con la validez de sus afirmaciones.
El objetivo es recabar apoyo para una cosmovisión global,unitaria y simplista. Así pues, el propósito de la conversación es demostrar que lo que hay que hacer es no pensar. La persona que habla de esta forma cree que ganando la discusión demuestra que tiene razón, y que de esta forma se valida necesariamente la estructura de conjeturas propia de la jerarquía de dominación con la que más se identifica.
A menudo y sin sorpresas se trata de la jerarquía en la que ha logrado su mayor éxito, o de aquella con la que se ha alineado de forma cerril. Prácticamente todas las discusiones sobre política o economía se desarrollan de esta forma: cada uno de los participantes intenta justificar una posición establecida a priori, en vez de intentara prender algo o adoptar una perspectiva distinta, aunque solo sea por cambiar.
Por este motivo, tanto los conservadores como los progresistas consideran que sus postulados son obvios, cada vez más a medida que se radicalizan. Y a partir de determinadas conjeturas basadas en el temperamento, emerge una conclusión previsible, eso sí, solo una vez que se obvia el hecho de que las propias conjeturas pueden cambiar.
Estas conversaciones son muy distintas de aquellas en las que se escucha. Cuando de verdad se escucha, las personas se suceden en la tribuna una detrás de otra y mientras tanto todos escuchan. A la persona que habla se le da la oportunidad de abordar de forma seria aquello que le ha sucedido, a menudo algo triste o incluso trágico.
Todos los demás responden con empatía. Este tipo de conversaciones son importantes porque quien habla está organizando en su cabeza la vivencia dolorosa a medida que la narra.
Se trata de un hecho lo suficientemente importante como para repetirlo: la gente organiza su cabeza conversando. Y si no tienen a nadie para contarle su historia, pierden la cabeza.
Son como personas que van acumulando objetos de forma compulsiva y no pueden deshacerse de nada ellas solas. Se requiere el aporte de la comunidad para mantener la integridad de la psique individual o, dicho de otra forma, es necesario todo un pueblo para organizar una sola cabeza.
Una gran parte de lo que consideramos funciones mentales saludables es el resultado de nuestra capacidad de utilizar las reacciones de los demás para poder seguir siendo operativos en toda nuestra complejidad. De esta forma externalizamos el problema de nuestra cordura. De ahí que la responsabilidad fundamental de los padres consista en conseguir que sus hijos sean socialmente aceptables.
Si el comportamiento de una persona resulta tolerable a las demás, lo único que tiene que hacer es situarse en un contexto social. Entonces las personas le indicarán si lo que hace y dice es aceptable simplemente al mostrarse interesadas o aburridas ante lo que dice, al reírse o no de sus chistes, sus bromas y sus mofas, o incluso solo al arquear una ceja.
Todo el mundo proclama a todos los demás su deseo de encontrarse con lo ideal. Nos castigamos y recompensamos los unos a los otros precisamente en la medida en que cada uno se ajusta a ese deseo, a no ser, desde luego, que tan solo estemos buscándonos problemas.
Las respuestas empáticas que se ofrecen durante una verdadera conversación indican que se valora a la persona que habla y que la historia que se cuenta es importante y seria, que merece consideración y resulta comprensible. Los hombres y las mujeres a menudo se malinterpretan cuando estas conversaciones se concentran en un problema particular.
Se acusa a menudo a los hombres de querer «arreglar las cosas» en un punto demasiado apresurado del debate. Esto suele frustrar a los hombres, a quienes les gusta resolver los problemas de forma eficiente y a los que las mujeres llaman a menudo precisamente con ese objetivo en mente. En todo caso, puede que les resultara más fácil a mis lectores varones entender por qué esto no funciona si fueran capaces de darse cuenta y luego de recordar que antes de poder resolver un problema hay que formularlo de forma precisa.
Las mujeres suelen insistir en formular el problema cuando tratan un asunto y necesitan que se las escuche, e incluso que se las contradiga, para conseguir que esa formulación sea lo más clara posible. Entonces, sea cual sea el problema, si es que hay alguno, puede resolverse mucho mejor.
Y en todo caso habría que señalar antes de nada que, cuando nos precipitamos para resolver un problema, en ocasiones no hacemos más que indicar nuestro deseo de ahorrarnos el esfuerzo que supone entablar una conversación para formularlo.
Otro tipo de variante de conversación le he nombrado la lección magistral. Que sirve para impartir una lección, por sorprendente que sea, también es una conversación. El ponente habla, pero su auditorio se comunica con él o con ella de forma no verbal.
Una cantidad asombrosa de interacción humana, como por ejemplo la que posee un carácter emocional, se produce de esta forma, adoptando posturas y expresiones faciales, tal y como señalé cuando hablaba de Freud.
Quien sabe dar una clase no solo comunica hechos, que quizá constituyan la parte menos importante del conjunto, sino que también cuenta historias a propósito de esos hechos, adecuándolas exactamente al nivel de comprensión de su público, algo que calibra en función del interés que demuestran.
La historia que cuenta transmite a quienes lo escuchan no solo los hechos que aborda, sino por qué resultan relevantes, esto es, por qué es importante saber algunas cosas que por el momento desconocen. Demostrar la importancia de una serie de hechos supone transmitir a quien compone ese público en qué medida el conocimiento en cuestión podría cambiar su comportamiento o su forma de ver el mundo, algo que les permitiría evitar determinados obstáculos y progresar más rápidamente hacia objetivos todavía mejores.
Quien sabe impartir bien una lección habla, pues, con quienes lo escuchan, y no a ellos o hacia ellos. Para conseguirlo, tiene que prestar extrema atención al mínimo gesto del público, a cada uno de sus gestos y sus sonidos. Y lo curioso es que esto no es algo que pueda realizarse mirando al público en su conjunto. Lo que hace es hablar directamente con algunas personas concretas e identificables y observar su respuesta, en vez de hacer algo tan tradicional como «una presentación» al público.
Todo lo que encierra esta idea está equivocado. No presentas nada, hablas. Y «una presentación» viene a compararse con ser algo enlatado, algo que habría que evitar. Tampoco hay un «público», sino individuos que tienen que ser incluidos en la conversación. Un orador público competente y con tablas se dirige a una persona concreta e identificable, mira cómo asiente, mueve la cabeza, frunce el ceño o muestra confusión, y responde de forma apropiada y directa a cada uno de esos gestos y expresiones. Así, tras unas frases acerca de una idea determinada, pasa a fijarse en otro miembro del público y hace exactamente lo mismo.
De esta forma, puede inferir y reaccionar a la actitud de todo el grupo, en la medida en que algo así exista. Y hay otro tipo más de conversaciones que funcionan esencialmente como demostraciones de ingenio.
También incluyen un elemento de dominación, pero el objetivo es ser el más divertido, un logro del que también disfrutarán todos los demás que participan en el intercambio.
El propósito de este tipo de conversaciones, tal y como me comentó en una ocasión un amigo mío particularmente ingenioso, es decir «cualquier cosa que sea o cierta o divertida».
Puesto que la verdad y el humor son a menudo aliados íntimos, se trata de una combinación afortunada. Opino que podría definirse como la conversación del obrero inteligente.
He participado en muchas de ellas, recitales de sarcasmo, sátira, improperios e intercambios jocosos absolutamente delirantes, primero entre la gente con la que crecí en el norte de Alberta y más tarde con algunos soldados estadounidenses de operaciones especiales que conocí en California.
Eran amigos de un escritor que conozco, autor de historias de ficción muy populares y bastante aterradoras. Todo el mundo estaba encantado de decir cualquier cosa, por escandaloso que resultara, a condición de que fuera algo divertido.
Hace no mucho acudí a la fiesta por el cuarenta cumpleaños de este escritor en Los Ángeles. Había invitado a uno de mis amigos soldados. Sin embargo, unos meses antes, a la mujer del escritor le habían diagnosticado una grave enfermedad que requería una intervención cerebral. Así pues, llamó a su amigo soldado, le informó de las circunstancias y le dio a entender que la fiesta tendría que cancelarse. «Conque vosotros dos pensáis que tenéis un problema -le respondió- ¿y yo qué, que acabo de comprarme un billete de avión que no admite devolución del importe para ir a la fiesta?».
No me queda claro a qué porcentaje de la población mundial una respuesta de ese tipo le parecería divertida. Hace poco conté esta historia a un grupo de personas que acababa de conocer y el tema les resultó mucho más indignante que divertido.
Intenté defender la gracia como una indicación del respeto que el soldado tenía por la habilidad de la pareja para resistir y vencer a la tragedia, pero lo cierto es que no lo conseguí. No obstante, creo que era eso exactamente lo que se proponía y me parece de un ingenio tremendo.
Su respuesta era osada, anárquica hasta la imprudencia, que es exactamente el punto en el que ocurren las cosas verdaderamente divertidas. Mi amigo y su mujer reconocieron el cumplido y se dieron cuenta de que su amigo sabía que eran lo suficientemente duros como para soportar ese nivel de, llamémoslo así, humor competitivo. Fue una prueba de carácter que aprobaron con matrícula de honor.
Me di cuenta de que ese tipo de conversaciones se daban cada vez menos a medida que avanzaba en mi educación superior, a medida que subía la escalera formativa y social. Quizá no era una cuestión de clase, si bien tengo mis sospechas de que sí era el caso. Quizá simplemente es que ahora soy más viejo o que los amigos que una persona hace en la etapa adulta, o después de la adolescencia, carecen de la demencial cercanía competitiva y de esas ganas perversas de jugar que caracterizaban aquellos vínculos tribales.
No obstante, cuando volví a mi pueblo natal para celebrar mis cincuenta años, mis amigos me hicieron reír tanto que tuve que refugiarme en otra habitación en varias ocasiones para recobrar el aliento. Aquellas conversaciones eran divertidísimas y las echo de menos. Tienes que conseguir estar al nivel o, de lo contrario, arriesgarte a sufrir una dura humillación, pero no hay nada más gratificante que conseguir superar la historia, el chiste, el insulto o el improperio que ha soltado el último gracioso.
Tan solo hay una regla que vale: no aburras (aunque es verdad que tampoco está nada bien visto despellejar de verdad a alguien cuando solo estás fingiendo que lo despellejas).
Decía Carl Jung que «la carga más pesada que lleva un niño es la vida no vivida de sus Padres».
Por eso, los padres deben comprender que el amor que dieron a sus hijos, jamás puede ser devuelto o pagado por ellos, porque la vida no tiene precio y la deuda emocional que cargan los hijos, los ata y los detiene para vivir su propia vida, para entonces asumir la de sus padres, por amor ciego, que es un amor que duele.
Por esta razón, después de la vida, la bendición más grande que los padres pueden dar a sus hijos, es el permiso para que ellos puedan vivir sus propias vidas, desde el deseo de su corazón, para que puedan florecer con su nueva familia y con sus nuevos proyectos, en el horizonte de todas las posibilidades y en sintonía con la vida.
«Hijo hoy te dejo ir, yo me encargo de mi vida y te libero de mis expectativas, reparte tu amor en el mundo y florece con plenitud, así nos honras».
El que escucha aprende una nueva percepción de ver en otros ojos y salir del cuadrado de ver siempre lo mismo y hacerlo igual .
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Salir del cuadrado si ! Es cierto saludos Judy 🙏
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Por ?
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Gracias♡ saludos igual ☆:).
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