Por John MacArtur

SU HUMILLACIÓN
En una cosa la serpiente tenía razón: comer el fruto prohibido abrió los ojos de Eva de modo que supo distinguir entre el bien y el mal.
Desafortunadamente, supo del mal experimentándolo, haciéndose participante voluntaria del pecado. En un momento, su inocencia había desaparecido. El resultado fue una vergüenza angustiante.
La Escritura describe esto en una forma algo pintoresca: «Entonces fueron abiertos los ojos de ambos, y conocieron que estaban desnudos; entonces cosieron hojas de higuera, y se hicieron delantales» (Génesis 3.7).
Su famoso intento para hacerse ropa con hojas de higuera ilustra perfectamente la completa incompetencia del esfuerzo humano por tratar de cubrir la vergüenza. La religión, la filántropia, la educación, la autoestima, el perfeccionamiento, el mejoramiento y todos los demás intentos de la capacidad humana, no son capaces de suministrar el camuflaje para cubrir la desgracia y la vergüenza de nuestra condición de raza caída.
Todos los remedios combinados hechos por el hombre, no son más eficaces para quitar el deshonor de nuestro pecado, que el intento de nuestros primeros padres para ocultar su desnudez con hojas de higuera.
Ocultar nuestra vergüenza no soluciona el problema de la culpabilidad a los ojos de Dios. Peor aún, una expiación completa por la culpabilidad está muy lejos de la posibilidad de ser provista por hombres y mujeres caídos.
Eso fue lo que comprendieron Adán y Eva cuando sus ojos se abrieron al conocimiento del bien y del mal El Señor, por supuesto, sabía todo respecto del pecado de Adán antes que aun ocurriera.
No había ninguna posibilidad de ocultarle la verdad a Él, ni tenía que ir físicamente al jardín para saber lo que la primera pareja había hecho. Pero el Génesis cuenta la historia desde una perspectiva terrenal y humana. Lo que leemos en Génesis 3.8-13 es, en esencia, lo que Eva escuchó y vio: Y oyeron la voz de Jehová Dios que se paseaba en el huerto, al aire del día; y el hombre y su mujer se escondieron de la presencia de Jehová Dios entre los árboles del huerto.
Mas Jehová Dios llamó al hombre, y le dijo: ¿Dónde estás tú? Y él respondió: Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo, porque estaba desnudo; y me escondí. Y Dios le dijo: ¿Quién te enseñó que estabas desnudo? ¿Has comido del árbol de que yo te mandé no comieses? Y el hombre respondió: La mujer que me dijiste por compañera me dio del árbol, y yo comí. Entonces Jehová Dios dijo a la mujer: ¿Qué es lo que has hecho? Es evidente que la vergüenza de nuestros primeros padres estuvo acompañada por una profunda sensación de miedo, temor y horror ante la perspectiva de tener que dar cuenta a Dios por lo que habían hecho. Por eso fue que trataron de esconderse.
Como las hojas de higuera, su escondite fue inadecuado para ocultarlos del ojo de Dios que todo lo ve. La respuesta de Adán refleja tanto su miedo como un profundo pesar. Pero no hay confesión. Adán pareciera haberse dado cuenta que no tenía sentido argumentar inocencia, pero tampoco hizo una confesión completa. Lo que trató de hacer fue echarle la culpa a otro.
Así es que apuntó con el dedo hacia quien estaba más cerca: Eva. También estaba implícita en las palabras de Adán («la mujer que me diste») una acusación contra Dios. Tan rápidamente corrompió el pecado la mente de Adán que en su afán de echarle la culpa a otro no dudó en hacer de Dios parte de su propio crimen.
Esto es tan típico de los pecadores que buscan justificarse, que la Epístola de Santiago en el Nuevo Testamento nos enseña expresamente: «Cuando alguno es tentado, no diga que es tentado de parte de Dios; porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni él tienta a nadie; sino que cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido» (Santiago 1.13-14).
Adán, sin embargo, estaba tratando sutilmente de echar por lo menos algo de la culpa sobre Dios mismo. Pero Adán traspasó la mayor parte de la culpabilidad a Eva. El Señor respondió, no para argumentar con Adán, sino para confrontar directamente a Eva. Esto, obviamente, no indicaba que Adán quedaba fuera del problema. En lugar de eso, el Señor estaba dando a Eva una oportunidad para que confesara su participación.
Pero ella se limitó a echarle la culpa a la serpiente: «Y dijo la mujer: la serpiente me engañó y comí» (Génesis 3.13). Eso era verdad (1 Timoteo 2.14), pero la culpa de la serpiente no justificó su pecado. Una vez más, Santiago 1.14 nos recuerda que cada vez que pecamos, somos inducidos por nuestra propia lujuria.
No importa qué medios pueda usar Satanás para inducirnos al pecado ni cuán sutil sea su astucia, la responsabilidad del acto mismo siempre reside en el pecador y en nadie más. Eva no podía escapar a la rendición de cuentas de lo que había hecho transfiriendo la culpa.
Nótese, sin embargo, que Dios no siguió argumentando ni alargó el diálogo innecesariamente. Las propias palabras de Adán y Eva fueron suficientes para
condenarlos, a pesar de sus esfuerzos para evitar una confesión total. Todas sus excusas no fueron mejores para ocultar su culpabilidad que lo que habían sido las hojas de higuera. Así que en Génesis 3.14-19 el Señor pronuncia una maldición a los culpables dirigiéndose en primer lugar a la serpiente, luego a Eva y finalmente a Adán: Y Jehová Dios dijo a la serpiente: Por cuanto esto hiciste, maldita serás entre todas las bestias y entre todos los animales del campo; sobre tu pecho andarás, y polvo comerás todos los días de tu vida. Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar. A la mujer dijo: Multiplicaré en gran manera los dolores en tus preñeces; con dolor darás a luz los hijos; y tu deseo será para tu marido, y él se enseñoreará de ti.
Y al hombre dijo: Por cuanto obedeciste a la voz de tu mujer, y comiste del árbol de que te mandé diciendo: No comerás de él; maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida. Espinos y cardos te producirá, y comerás plantas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás.
Revisar la maldición en forma exhaustiva podría consumir muchos capítulos. Requeriría más espacio que el disponible en éste. En lo que estamos principalmente interesados es, por supuesto, en cómo esta maldición se relaciona con Eva en particular. Note que la maldición tiene tres secciones. La primera es dirigida a la serpiente; la segunda a Eva y la tercera es para Adán.
Pero las tres partes se relacionan directamente con Eva. Para ver esto con más claridad, permítanme invertir el orden y empezar con la sección final, la dirigida a Adán. Recordemos que la maldición sobre Adán no estuvo dirigida solamente a él, sino que a toda la raza humana. Implicaba, además, cambios importantes en el medio ambiente terrenal.
De modo que la maldición sobre Adán tuvo implicaciones inmediatas y automáticas para Eva (y para también todos sus descendientes). La pérdida del paraíso y el cambio repentino en toda la naturaleza significaba que la vida cotidiana de Eva sufriría las mismas onerosas consecuencias que la vida de Adán.
El trabajo sería para ambos una carga, así como el sudor, las espinas y los cardos, y en última instancia, la realidad de la muerte sería parte de su vida. Así, la maldición sobre Adán cayó también sobre Eva. Es significativo, creo, que la sección más breve de la maldición sea la parte que trata con Eva directamente, contenida del todo en solo un versículo de la Escritura (v. 16), y con dos elementos. Una consecuencia directa de su pecado sería una multiplicación del dolor y el sufrimiento asociado al parto. Lo demás sería una lucha que tendría lugar en su relación con su marido.
En otras palabras, la maldición que se dirige a Eva en particular trata con las dos relaciones más importantes en las cuales una mujer naturalmente busca su mayor alegría: su marido y sus hijos.
La primera parte del versículo 16 es sencilla y directa: «Multiplicaré en gran manera los dolores en tus preñeces; con dolor darás a luz los hijos». Por supuesto, en primer lugar es el pecado el que trajo el dolor y la miseria al mundo. La expresión multiplicar tu dolor no sugiere que de todos modos pudo haber habido algún grado menor de angustia o aflicción en un Edén sin maldición. Es muy probable que incluso el parto habría sido tan sin dolor y tan perfecto como cualquier otro aspecto del paraíso. Pero esta forma de hablar simplemente reconoce que ahora, en un mundo caído, la tristeza, la pena y los dolores físicos serían parte y porción de la rutina diaria de la mujer. Y que, en el parto, el dolor y la angustia serían «multiplicados en gran manera», un incremento significativo sobre los infortunios normales de la vida diaria.
El acto de parir hijos, que originalmente tiene el potencial de traer el más puro tipo de alegría y felicidad, sería estropeado por agudos dolores y dificultades. La segunda parte del versículo es algo más difícil de interpretar: «Y tu deseo será para tu marido, y él se enseñoreará de ti».
Una luz nos aclara el significado de esa expresión comparándola con Génesis 4.7, que usa exactamente el mismo lenguaje y construcción gramatical para describir la lucha que sostenemos con el pecado: «El pecado está a la puerta; con todo esto, a ti será su deseo, y tú te enseñorearás de él». En otras palabras, el pecado desea adquirir dominio sobre usted, pero en lugar de eso, usted tiene que prevalecer sobre él. Génesis 3.16, usando el mismo lenguaje, describe una lucha similar que tendría lugar entre Eva y su marido. Antes que Adán pecara, su liderazgo era siempre perfectamente sabio, cariñoso y tierno.
Antes que Eva pecara, su sumisión era el modelo perfecto de mansedumbre y modestia. Pero el pecado cambió todo eso. Ahora se irritaría bajo la autoridad de Adán y desearía dominarlo. La tendencia masculina sería sofocarla de manera áspera o dominante. Así, vemos que las tensiones por los diferentes papeles de cada género llegan hasta nuestros primeros padres.
Es uno de los efectos inmediatos del pecado y la horrible maldición que trajo sobre nuestra raza. El paraíso fue completamente arruinado por el pecado y la gravedad de la maldición debe haber hecho añicos el corazón de Eva. Pero el juicio de Dios contra ella no fue totalmente duro e irremediable. Hubo una buena cuota de gracia aun en la maldición.
A los ojos de la fe, hubo rayos de esperanza que brillaron incluso a través de la nube del desagrado de Dios. Por ejemplo, Eva podría haber sido subordinada a la serpiente a quién tan tontamente le había hecho caso. Pero en cambio, quedó bajo la autoridad de su marido, que la amaba.
Podría haber sido completamente destruida, o destinada a vagar a solas en un mundo donde era muy difícil sobrevivir. En vez de eso, se le permitió permanecer con Adán, que continuaría cuidándola y sosteniéndola. Seguía siendo su compañera aunque su relación tendría ahora tensiones que no existían en el Edén.
Aunque con justicia podría haber sido hecha una marginada y una paria, conservó su lugar de esposa. En el peor de los casos, pudo habérsele prohibido incluso tener hijos. En lugar de eso, aunque la experiencia sería dolorosa y acompañada de aflicciones, todavía sería la madre de todos los vivientes. En efecto, el nombre que Adán le dio después de la maldición da testimonio de este hecho: «Y llamó Adán el nombre de su mujer, Eva, por cuanto ella era madre de todos los vivientes» (Génesis 3.20). De hecho, la promesa de que Eva todavía daría a luz hijos, mitigó otro aspecto de la maldición. Esa simple expectativa contenía un rayo de la esperanza para toda la raza humana. Había una pista en la maldición misma que señalaba que uno de los propios descendientes de Eva podría, en última instancia, arrojar lejos el mal y disipar todas las tinieblas del pecado.
Por su desobediencia, Eva había puesto en movimiento a todo el mundo del mal; ahora, a través de su descendencia, proporcionaría un Salvador. Esta poderosa esperanza ya le había sido dada implícitamente en la parte de la maldición donde el Señor se dirige a la serpiente.






