Cónicas Bíblicas: El Que Tenga Oídos Para Oír, Oiga.

Por John MacArtur

Una lección acerca de la recepción de la Palabra, –Lucas 8.8 El enfrentamiento decisivo con los principales fariseos había tenido lugar en la casa de alguien cerca de la costa del Mar de Galilea.

Poco después que la disputa terminó, Mateo 13.1-2 dice: «Aquel día salió Jesús de la casa y se sentó junto al mar. Y se le juntó mucha gente; y entrando él en la barca, se sentó, y toda la gente estaba en la playa» (énfasis añadido). Describiendo el mismo suceso, Lucas también destaca el tamaño y la diversidad de la multitud que se reunió: «Juntándose una gran multitud, y los que de cada ciudad venían a él (Lucas 8.4).

Dos veces Jesús alimentó a miles de sus seguidores. Los conteos oficiales solían incluir solo a los hombres adultos, por lo que las multitudes en realidad podrían haber sido el doble del número dado. No importa cómo se contaran, sabemos que Jesús atrajo a multitudes de personas, todas tratando de llegar lo más cerca posible a El.

La manera más segura para que Jesús enseñara sin ser aplastado por la gente era entrando en una pequeña barca de pesca y separarla de la costa. (Por lo general los rabinos enseñaban sentados, así que no había nada inusual en el hecho de que Él adoptara también esa posición).

Las multitudes se alinearían en la orilla para escuchar. Las colinas que dominan partes de la costa de Galilea formarían una especie de concha acústica natural para que con la ayuda de aun una leve brisa, la voz de Jesús llegara a todos para que pudieran oírlo claramente.

Pero a partir de este momento, solo los que estuvieran dispuestos escuchar fielmente captarían el mensaje. Una historia sorprendentemente simple En esta ocasión, Jesús comenzó con una historia que habría sido inmediatamente familiar a todo el que escuchaba. De hecho, desde este lugar en la orilla del Mar de Galilea podrían haber sido capaces de ver una escena que precisamente coincidía con lo que Jesús estaba diciendo:

El sembrador salió a sembrar su semilla; y mientras sembraba, una parte cayó junto al camino, y fue hollada, y las aves del cielo la comieron. Otra parte cayó sobre la piedra; y nacida, se secó, porque no tenía humedad. Otra parte cayó entre espinos, y los espinos que nacieron juntamente con ella, la ahogaron. Y otra parte cayó en buena tierra, y nació y llevó fruto a ciento por uno. (Lucas 8.5-8)

Todos podrían entender la historia. Solo aquellos de nosotros que estamos acostumbrados a un mundo pavimentado encontraríamos desconocido este cuadro. Pero para los oyentes de Jesús, que vivían en una sociedad agrícola, esta era la vida cotidiana. Los campos en el Israel del primer siglo eran largas y estrechas franjas delimitadas y rodeadas de senderos, sin vallas o cercos.

Para esparcir las semillas, el sembrador tomaba un puñado de una bolsa que llevaba en su costado y las arrojaba en una amplia franja de terreno. El arco de la dispersión podría parecer aleatorio, y sin duda en gran medida lo era; pero el método tenía la ventaja de cubrir grandes extensiones de tierra con las semillas uniformemente dispersas. Un sembrador experto no perdería semillas dejándolas caer en parches concentrados o en pequeños montones.

Lanzaba las semillas lo más amplio y uniformemente posible. El objetivo era cubrir todo el campo arado, sin márgenes en el perímetro que quedaran sin sembrar. Por supuesto, es imposible garantizar que al lanzar las semillas con la mano todas quedaran dentro de los límites de un campo. Algunas, inevitablemente, quedaban fuera del perímetro del campo arado. Incluso las sembradas dentro del campo podían encontrarse en zonas que no eran ideales para la agricultura.

Solo las semillas que cayeran en buena tierra eran capaces de producir una valiosa cosecha. Todos los que alguna vez habían cultivado algo entendieron plenamente este principio. No era un asunto complejo.

Jesús menciona cuatro tipos diferentes de tierra. En primer lugar, está la tierra de un camino: «una parte cayó junto al camino». Esto se refiere a esos senderos bien trillados que separaban los campos.

El suelo allí permanecía sin arar, y en ese clima árido, las vías se ponían tan duras como el cemento. Ya que el sembrador esparcía las semillas desde los bordes exteriores del campo arado, algunas semillas inevitablemente terminarían en la tierra dura junto al camino. Las semillas que caían al borde del camino no tenían ninguna esperanza de penetrar la capa dura del sendero.

Allí quedarían para que las pisoteara la gente o se las comieran las aves del cielo. Nunca tendrían una oportunidad de brotar. Las aves son sorprendentemente inteligentes e implacablemente agresivas cuando se trata de alimentarse de semillas. Una vez intenté sembrar en el camino creado por el paso de las personas en mi jardín y quedé frustrado en mi esfuerzo a causa de los pájaros.

Algo que aprendí es que poner más semillas en el área endurecida no ayuda. En la tierra dura e impenetrable de un sendero, parte de las semillas será pisoteada y aplastada fatalmente, y las aves devorarán hasta el último rastro de lo que quede. El segundo tipo de terreno que Jesús nombra es «piedra» (v. 6).

Esto no se refiere a una lápida de roca en la superficie de la tierra. Tampoco significa «suelo rocoso» (como algunas traducciones dicen), sino que sugiere un pedazo de tierra lleno de grandes piedras. Ningún agricultor que se respete a si mismo dejaría piedras en su tierra de cultivo.

Cuando se araba el campo se quitaban las piedras que salían a la superficie. Lo que Jesús está describiendo es una capa de roca bajo la superficie del terreno, cubierta superficialmente de tierra buena en la parte superior.

La roca subyacente seria invisible para el agricultor cuando el campo era arado, porque la reja de arado penetra solo alrededor de ocho a diez pulgadas de profundidad.

Una capa de roca caliza a doce pulgadas debajo de la superficie seria difícil de detectar, pero la capa superficial de tierra no sería lo bastante profunda ni permanecería lo bastante húmeda para permitir el crecimiento de los cultivos, en especial en un clima seco.

En tal terreno la semilla germina, pero tan pronto como se empieza a verse exuberante, se marchitará por la falta de suficiente agua. Las raíces no pueden atravesar la capa rocosa. Durante un tiempo, la cosecha podría verse saludable y con buena potencialidad, pero cuando sale el sol y el agua falta, se extingue tan rápidamente como surgió.

Este tipo de tierra sería una pesadilla para un campesino que haya hecho todo lo posible al preparar su campo sin saber que una capa de roca yacía debajo. Esta parte de la cosecha podría parecer a primera vista que crece más rápido que el resto, pero las raíces no pueden expandirse.

El crecimiento abundante de la parte superior de la planta sería notorio, en especial de las hojas. Un agricultor experimentado sabría de inmediato que esta no es una buena señal; significa que los cultivos no están desarrollando un adecuado sistema radicular.

La tercera categoría de tierra que Jesús nombró es el suelo infestado de malas hierbas, lleno de vegetación inútil: espinos, ortigas y cardos. La palabra griega para «espinos» es akantha.

Es la misma palabra griega que se usa en los relatos bíblicos de la crucifixión para describir la corona de espinas que colocaron en la cabeza de Jesús para burlarse de Él. La palabra ha sido transliterada para formar la palabra acanto, que es el nombre de un arbusto mediterráneo con hojas espinosas.

En la arquitectura griega, los adornos en capiteles corintios eran imágenes de hojas de acanto. Pero las espinas y los cardos son inútiles para cualquier propósito agrícola. De hecho, son perjudiciales para los cultivos, porque se apoderan del campo y lo ahogan todo. (Esta es otra característica clave de la maldición en Génesis 3.17-19. Las malas hierbas crecen mejor y más rápidas que cualquier otra cosa). Las semillas sembradas en un campo de malas hierbas no madurarán para dar una cosecha saludable.

Are un campo de malas hierbas y muchas más nuevas malezas crecerán, incluso de los restos mutilados de las viejas raíces. El suelo infestado de malas hierbas cuando es recién arado tiene una apariencia engañosamente prometedora. En la superficie puede parecer rico en su capa vegetal y listo para las semillas. Pero en el fondo hay una trágica realidad. Densas raíces y pequeñas semillas dejadas por las malezas nocivas aún están en el suelo y con vida, listas para brotar con abundante follaje,pero inservibles. Estas malas hierbas succionarán la humedad del suelo, drenarán los nutrientes, bloquearán la luz del sol de los cultivos y así ahogarán la vida de todo lo que crece en el campo que pudiera ser beneficioso. Finalmente está la tierra fértil.

Las semillas que caen en el campo arado se desarrollan bien. Pueden profundizar en el suelo sin ser pisoteadas y fuera de la vista de los pájaros. Sus raíces penetran profundamente. Se trata de suelo limpio, libre de malezas, con espacio para que el cultivo prospere. Es en todos los sentidos terreno preparado.

Las semillas que caen allí producen una cosecha abundante. Mateo 13.8 y Marcos 4.8 son pasajes paralelos que registran esta misma parábola. En estos pasajes, Jesús dice que la semilla produce treinta, sesenta o incluso cien veces más. Lucas 8.8 señala solamente que este suelo «llevó fruto a ciento por uno». En Génesis 26 se describe un incidente en el que Isaac y Rebeca se ven obligados por el hambre a morar en la tierra de los filisteos por un tiempo. El versículo 12 dice: «Y sembró Isaac en aquella tierra, y cosechó aquel año ciento por uno; y le bendijo Jehová».

Así que el ciento por uno significó extraordinaria bendición de Dios. El siguiente versículo dice que Isaac «fue prosperado». «A ciento por uno» no se refiere al número de semillas que cada semilla produjo en última instancia. (Una sola semilla de calabaza, por ejemplo, puede producir diez a quince calabazas. El número total de semillas que contienen será mucho más de un centenar.

Cien veces en semillas sería una cosecha bastante pobre). La expresión se refiere a la ganancia sobre la inversión financiera inicial del agricultor. Por cada denario gastado en semillas, él gana cien denarios en la venta de sus cosechas. Diez veces sería una ganancia bastante saludable. Treinta o sesenta sería algo espectacular. «A ciento por uno» era una ganancia asombrosa. Algunos puntos sutiles para reconocer Al contar Jesús la historia, varias cosas quedan claras: en primer lugar, no se dice nada acerca del sembrador y su habilidad.

Solo hay un sembrador en la historia. La diferencia clave entre la semilla que dio una cosecha cien veces mayor y la semilla que es devorada por las aves no tiene nada que ver con el método que el sembrador utiliza para esparcir la semilla. En segundo lugar, no se dice nada sobre la calidad de la semilla. Todas vienen de la misma fuente. La semilla que sobrevive y da fruto es del mismo tipo de la que se deja ahogar por las malas hierbas. No hay ningún problema con la calidad de la semilla.

La lección que Jesús está enseñando es solo acerca de la tierra. Esta es una historia sencilla cuyo significado a simple vista no es nada misterioso. Pero seguir la trama de la historia no es lo mismo que entender a qué se refiere. El verdadero significado de lo que Jesús estaba enseñando no es inmediatamente obvio.

La parábola necesita ser explicada. Por lo tanto, Jesús instó a sus oyentes a investigar el verdadero significado de la parábola.

Esto se ve claramente en su declaración en la segunda mitad de Lucas 8.8: «Hablando estas cosas, decía a gran voz: El que tiene oídos para oír, oiga». El tiempo del verbo en el griego es imperfecto,que por lo general significa una acción repetida o continua. La Traducción en Lenguaje Actual presenta este versículo de esta manera: «Después, Jesús dijo con voz muy fuerte:

«¡Si ustedes en verdad tienen oídos, pongan mucha atención!»», lo que implica que, al decir la parábola, Él subrayó una vez más la necesidad de prestar atención, de escuchar con un corazón creyente y mirar más allá de la superficie para encontrar el verdadero significado. Jesús más tarde reforzaría esto, poco después de explicar esta parábola, al decir: «Mirad, pues, cómo oís» (Lucas 8.18).

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